Vivimos en un mundo demasiado polarizado. Una izquierda atomizada y obsesionada con los gustos de un pueblo. Nada está ajeno a la crítica, evidentemente, pero hasta que no nos saquemos los complejos y miremos las cosas con calma no ganaremos con holgura.
Hay mucho de contradicción, en mi caso, en ir cada miércoles de ceniza a San Francisco y ver al señor de la Vía Crucis. Sereno y resignado con su majestuosa presencia. Son muchos los años donde, después de visitar San Miguel, tras ver el Santo Crucifijo, repito la misma liturgia. Debería ser más ajeno a sus figuras, pero no puedo remediarlo.
La edad me hace ser más espiritual y sentir que las casualidades caóticas no existen. Quizás lo que un puñado de hombres que seguían a su maestro han dejado, tras dos mil años, en nuestra civilización me resulta cuanto menos curioso: dos mil años y por un magnetismo especial, la cristiandad en occidente sigue cantando su nacimiento y llorando su muerte.
Me asaltan las dudas, me llenan de incertidumbre sus dogmas y me parece increíble tantas cosas que en mi soledad me pregunto por qué tal fascinación por el arte que está inspirado en dios. Hay algo misterioso, indescifrable e incapaz de ser resuelto. Occidente, su iglesia, la reforma, Trento, el barroco, la luz de un cirio y el olor del incienso.
Tantas muertes, filósofos, mártires y santos. Desde Agustín a Teresa. Es imposible con un mínimo de sensibilidad no entrar en Sevilla y percibir el amor en su catedral. No sé, hay algo que en mi educación republicana y cercana al comunismo me fue dado, la bendita duda y poner al ser humano en el centro del mundo. Pero quizás, y como dice mi madre, a mí me sale la venata.
Un gen perdido que necesita recogimiento y soledad ante los dioses del mundo. Desde Tomás Luis de Victoria a Bach o de la Capilla Sixtina a una iglesia rural guatemalteca con sus curas libertarios, en todo eso, hay y existe un Magnum mysterium. Como en las manos de María o en toda la bondad y el amor del mundo.
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