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La mañana del sábado no tardó en llegar tras una semana de duro trabajo. María había pedido el día libre en el tabanco, y su jefe , Sebastián, un hombre aparentemente carente de sentimientos y emociones era un sol si el asunto relacionaba a la de Arcos con la felicidad. Sebastián era un hombre de cerca de setenta años. Regentaba el tabanco desde hacía mas de veinte y lo heredó de su padre que también se llamaba Sebastián. En Jerez había muchos tabancos, donde el vino se despachaba a un precio muy asequible. Eran muy habituales las pizarras donde, con una tiza, los asiduos, trazaban una linea cada vez que se apuntaban una media botella que no podían pagar hasta no recibir el salario semanal.

Sebastián daba mucho cuartelillo en ese aspecto. Sabía con los bueyes que araba y nunca, salvo en contadas ocasiones, le daban coba. No tenia que vigilar a nadie porque los mismos aficionados a su casa hubieran sancionado un comportamiento tan mezquino hacía su persona. El tabanco era una familia y desde por la mañana se despachaba Brandy y Ponche, y ya a partir de una hora más cristiana se comenzaba con el vino. Se negaba a servir cerveza, por dignidad, decía, así las gastaba.

El tabanco por detrás tenía una ventanita donde las mujeres pedían el vino “ fresquito” para el guiso y así los patios se entonaban. Sebastián era muy aficionado al cante y a las peleas de gallos. Una afición que traía por la calle de la amargura a su mujer Eduarda. Que tenía que criarlos, sin afición, en el patio de su casa de la calle Álamos, al lado de la Plazuela, a todos esos diablos con crestas encarnadas tan vivos con esos espolones cargados de malas intenciones.

- ¡ Sebastián! Decía chillando. Cualquier día mando a tomar por culo a los gallos. Estoy harta. Vamos que está una “quitaita de tó” para que también me encargue de estos bichos del infierno. Menos mal que no le faltaban arrestos y de vez en cuando le cortaba el pescuezo a alguno y lo ponía con arroz.

- Éste no llega a navidad, se advertía. Y liaba unas en el patio tremendas cuando con mucha cebolla, ajito, laurel, un chorreón de oloroso y una poca de pimienta llenaba de olores el barrio. Desde la calle Álamos hasta la calle Sol decía la gente: ya está Eduarda guisando un pollo. Era dada a tomarse un golpe de vino entre el sofrito y la cocción. Sin dejar de tomarse otro escuchando la radio. Un bambo fresquito muy limpio con un delantal muy blanco con tiras bordadas, un roete muy alto y unas carnes prietas le daban un aspecto muy saludable y agitanado sin ser ella flamenca.

Ciertas temporadas vestía el hábito de la Virgen del Carmen de color marrón y siempre estaba cantando aunque por dentro purgara penas. Eran las dos de la tarde y en la radio sonaba el pasodoble Suspiros de España. Le encantaba, y el vino generoso color ámbar hacían el resto. Las vecinas se reunían en el patio y al son de la música bailaban agarradas, ya un poco perjudicadas, sin exceso, por el vino. Recordando sus tiempos de mocita. Esa semana le tocaba a ella María Auxiliadora, que por turnos e importada del Oratorio festivo, iba de casa en casa por el barrio. Para devolverla llena de monedas, ruegos y rezos. Las mujeres en los patios mandaban a su forma. Y si bien el patriarcado era feroz, las decisiones de alcoba eran impuestas por ellas para dejar a los hombres que las ejecutaran.

Jazmines, damas de noche, el sonido del cubo en el pozo y las palomas. Niños con las rodillas desolladas con pantalones cortos. Los nietos de Sebastián y Eduarda eran muy morenos y ella se afanaba en el barreño de zinc por blanquearlos. Pobres chiquillos expuestos a la pulcritud de su abuela que encontraba en ese moreno verdoso de la plazuela un símbolo de pobreza. Hasta con estropajo les daba.

-Ya viene ahí el gachó y con el cigarrito en la mano, mira. Se maldecía cuando desde la calle Porvenir veía a Sebastián andando hacía casa con otro pollo boca abajo. Sebastián la veía y también se conjuraba entre maldades que se le pasaban por la cabeza. Matrimonios de años y años de convivencia que convertían el amor en un trato más maternal de ellas hacía ellos, en la  casi ausencia ya inevitable de deseos de cama. Pero cuando lo veía acercarse se reía. Viendo su barriga y su calva y por qué no decirlo sus hechuras. Esa camiseta interior con esa guayabera y esos zapatos de verano azulina. Sebastián era un personaje querido en el barrio. Cansado por el peso de los años, el trabajo pero con una mirada alegre. El periódico siempre debajo del brazo y a esa hora siempre medio pintón , porque él también se convidaba, preludiaba sus ganas de comer y su posterior siesta.Entre el calor y el sonido de un canario ella le decía, antes de irse a dormir, dándole un beso: anda acuéstate ya y ponte un botijo en los píes. Se sentaba a su lado con el abanico que meneaba sin cesar en su pecho para pensar en volver, cuando cayera la fresquita, a reanudar sus rutinas. La ropa, la cal, los guisos, sus cajones con jabón de olor a lavanda y su afición a las novelas que ponían por la radio. Esa que le daba vida. Recordando a amores prohibidos del pasado, tiempos lejanos de verbenas, toros, mocitas, galanes, el cine y el ineludible, atrasado e instintivo pensamiento de que todo lo pasado fue mejor. Sus niños, sus nietos y sus nueras... Todo era repasado por Eduarda. Mientras Sebastián, con su blanca y limpia camiseta interior, roncaba en el limbo caluroso y sureño, el muy gozoso.