El camino desde la Iglesia de San Miguel a la calle Honsario parecía ser interminable. Bajó rápidamente por la calle San Miguel accediendo a Lancería para abordar la calle Santa María de una manera agónica. Sin fuerzas para pensar, imprimiendo prisas a sus pasos, levantadas la barbillas de los curiosos y apuntadas las miradas de quién, ya en casi medio día del domingo, callejeaban por Jerez. No podía pensar en otra cosa que en llegar a la pensión, como si allí estuvieran todas las respuestas que necesitaba. ¿Cómo empezar la búsqueda? ¿A quién acudir? ¿Sería demasiado tarde? ¿Estaría dando una dimensión desproporcionada a aquel asunto? Todo o nada. No era capaz de encontrar grises que lo calmaran o lo equilibraran ante la inmediata necesidad de poder abrazarla y encontrarla.
“Caminaba pero no avanzaba. Y de pronto los transeúntes, vestidos de luto, empezaron a reírse y a señalarlo con el dedo. Risas grotescas rostros que ya no eran rostros. Encima de cada cuello había una cabeza diabólica como de alimaña. Sacadas del retablo de San Miguel. Gritos y, de nuevo, las calles se hacían largas y sinuosas. Inaccesibles y laberínticas porque sus piernas le pesaban como el plomo. ¿Qué me pasa? No puedo andar, no puedo respirar. Se agachó, llevándose las manos al cuello, e hincó las dos rodillas en el suelo. El nudo de la corbata lo estrangulaba y vio a un cuervo negro posado en sus hombros que quería picotear su rostro. Sin ninguna explicación María paseaba de la mano del Capitán Eton, riendo y con el pelo suelto entre los senos que parecían estar desnudos. Ella no se percataba de las intenciones del amo de la bodega y parecía satisfecha”
—¡Pitt! Despierta, despierta por Dios. María zamarreó al ingles con sus dos manos.
—Despierta. Le decía, e incluso llegó a agarrarle con fuerza la mandíbula para sacarlo de su pesadilla. Estaba en trance y tenía una fiebre descomunal. Ardía entre sus manos como la que aguanta un candil por la tulipa.
—María, María. Balbuceaba tartamudeando saliendo del letargo, entre aquellos sueños negros ¿ Dónde estás? María…
—Estoy aquí amor mío. No me he movido en toda la noche de tu vera. Te quedaste dormido cuando nos tomamos el café a las claras del día. Los dos estaban desnudos en la cama.
Los ojos de Pitt se entornaron y los volvió a cerrar. Suspiró como nunca lo había hecho y dedicó dos minutos a reconocer dónde estaba y por qué. Parecía ido y ensimismado. No podía salir de aquella pesadilla, su cerebro estaba todavía allí instalado, aunque ya estaba despierto, en el camino que lo llevaba a la pensión. Agarró a su amada por la cintura y la besó. Lloraba como un niño mientras le decía que la quería. Que nadie le haría daño mientras le quedara un suspiro de vida y que nunca había sentido nada tan fuerte y hermoso como lo que sentía por ella. La abrazó con todas sus fuerzas, hasta conseguir, incluso, que la vieja herida del costado le doliera. Pero era el dolor más placentero que podía sentir. Una especie de bálsamo en forma de punzada que, esta vez, lo sacaba del onírico mundo donde había estado instalado. Ya consciente plenamente de su realidad y con la satisfacción absoluta de poder reconocer la perfecta salud de su amada le dijo:
-María. No te acerques nunca al capitán. ¿Me lo prometes? No te dejes engañar por sus artimañas y no te fíes nunca de sus hombres. Esos que lleva siempre consigo. Evita el casino y sobre todo nunca vuelvas sola a casa. Te lo pido por amor. Por nuestro amor.
María al no entender nada de aquellas palabras lo agarró para intentar acostarlo de nuevo.
—Cogeré una Aspirina y te calentaré una poquita de leche, estás ardiendo de fiebre y creo que estás delirando.
Él la agarró del brazo y le dijo, con media sonrisa, los ojos vidriosos y tiritando, que jamás había estado más seguro de sus palabras. La sentó en el borde de la cama y la volvió a besar. Intensamente, con ganas y como si no hubiera un mañana. Con la cruel sensación de haber vivido en sus carnes la peor de las situaciones posibles. La violación y la humillación de María la palpó en sueños como si los hechos hubieran existido. Recostando ya la cabeza, de nuevo, en la almohada, ya más calmado. Recordó a aquel cuervo negro, los diablos y, como no, aquel ramillete de violetas que quedó, pétalo a pétalo, marcando el camino de aquel purgatorio que se convirtió su amarga mañana de domingo.
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