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Detalle del interior de una bodega gaditana. FOTO: MANU GARCÍA.
Detalle del interior de una bodega gaditana. FOTO: MANU GARCÍA.

Los preparativos de la boda estaban en todo lo alto y María, que era una gallinita arcense, tenía un nido secreto lleno de huevos. Había, poquito a poco, juntado, sin que se enterase Pitt, algunos ahorrillos para que su gran día, tan esperado, estuviera cargado de detalles. Sus primas de Arcos estaban como locas confeccionando un vestido blanco lleno de encajes y cortado con precisión. No escatimaron en gastos. Revistas de costura, viajes a Jerez y a Sevilla para encontrar la tela que daría la gran alegría a quien dejó su pueblo blanco de cal demasiado pronto para emprender y buscar fortuna en la ciudad del vino, los señoritos y los caballos.

Pitt fue también sorprendido por los primos políticos de Arcos. Todos esos pensamientos sobre ellos, sobre su sentido del ahorro, el trabajo y sus modales quedaron disipados. Eran fruto de su inseguridad y de no saber juzgar las cosas con la justa proporción: un jamón, varios quesos de Villaluenga del Rosario, pollos de campo, diez garrafas de vino, aguardiente, dulces de Medina y hasta algún chorizo y salchichones de El Bosque fueron traídos especialmente para que el enlace pareciera las bodas de Caná. Comprendió al instante, como se decía mucho en el tabanco de Sebastián, que el dinero y los cojones son para las ocasiones. Había juzgado mal e interpretado con condescendencia y arrogancia a los lugareños. Ellos que se estaban volcando en su felicidad y su bienestar.

La felicidad de un desconocido venido del extranjero que se había llevado a la perla de la Peña. Con tantos pretendientes que la observarían ese día con ansiedad y frustración por no poder haber accedido al manjar moruno. María era una rosa. Un jazmín en el pelo en una tarde de verano. Olor a dama de noche y relente que calaba en el cuerpo cuando besaba. La fecha estaba fijada para Julio, en concreto el día 20, y serían desposados en Santa María. Como lo hiciera su abuela y sus ancestros. Se creía el rey del mundo.

Repasaba su vida, desde su niñez en los muelles de Bristol, con la imagen de su padre en la estación de tren. Con su gorra, esa que solía ponerse para jugar a los maquinistas, esos que iban a Londres en esos trenes que le fascinaban. En su cabeza siempre instalada, su madre, Elisabeth, entregada a los quehaceres de la casa. Ocupada a tiempo completo a sus dos hermanos y a su hermana Betty. Luego llegó su adolescencia, la escuela con el padre Bryan Gascoigne. Los paseos por el campo y su madurez. Y la insistente idea de que se quedaría soltero por ser demasiado tímido e introvertido, que no por feo. Su cuaderno de anotaciones y sus libros donde, tras observar a las aves, escribía puntualmente sus notas como si se tratara del mismísimo Darwin. Y después la guerra : un episodio fatalmente dramático por el cual quedaría marcado para siempre. Una guerra que le cogió de lleno entre el amor a su patria, su madre, su hermana y su deber frente a una Alemania que representaba todo lo que odiaba. En un mundo que se sacudía de su historia más vetusta. Para empezar a confeccionar países; Sentimientos nacionalistas frente a imperios ya caducos u otros que emergían con la fiereza y las ganas de los anteriores.

La guerra lo cogió de lleno y le partió todo aquel amor que su madre y su hermana Betty le daban a un ser humano que nació demasiado sensible para el horror de aquellas trincheras llenas de barro en Francia, el tumulto de las fábricas o el trabajo humillante de los muelles de Bristol. Su madre siempre pensaba en eso, entre enormes pesadillas. Sabía que Pitt sufriría en la vida. No por falta de salud sino por apreciar que estaba absolutamente condenado a sentir y a palpar la sensibilidad hasta en el detalle más mínimo. Era más proclive a dedicar sus tardes a sus mujeres en la casa que a otras cuestiones. Sus lecturas, sus conversaciones y su té lo relajaban. No omitía trabajos duros y nunca olvidó la labor que un varón, a principios del siglo veinte, debía ejercer en un hogar, pero incluso escribía a escondidas. Era su momento más íntimo, ser poeta. Conservaba sus cuadernos que pensaba traducir y regalar a María el día de su boda. Cuánto daría porque su hermana Betty pudiera verlo en el día que al fin su timidez iba a ser vencida por el amor a una andaluza de bandera.

Pero unas fiebres se la llevaron con tan solo 26 años. Pelirroja y con una piel blanca llena de pecas color miel. Labios sonrosados y una voz angelical. Él la solía llamar su ruiseñor, la preferida de sus aves. Su pequeña Betty no podría verlo en la Iglesia de Santa María pero la llevaría en su corazón. Recordaba como olía, su voz, su presencia lo acompañaría al altar, porque el olor de Betty apagaría las velas en la iglesia con su sabor a néctar. Betty… mi pequeña Betty, mi querida y dulce Betty...siempre la tendría en su corazón.