Vacunas.
Cervezas.
WiFi.
Netflix.
Dos mil calorías diarias.
Ropa en Primark tirada de precio.
Ebook con mil libros.
Satisfayers.
Música en Spotify.
¿Revolución en las calles?
Como un dogma veo como los niños de mi barriada atribuyen a la derecha el buen funcionamiento de la economía, es como lo de la virginidad de María y por eso ven a Pablo como el diablo, que ha reconocido ser el chivo expiatorio y quizás algún día se arrepienta de no estar en un consejo de ministros por su osadía. Para votar a la izquierda sabiendo obviar el discurso de las emociones hay que hacer un esfuerzo por entender el racional. Y eso implica, lo dicho, esfuerzo. Con la edad se tiende a ser conservador, tener miedo por la perdida de la propiedad (que estos malvados rojos quieren quitarte) y a cerrar la puerta porque hace frío. La memoria se esfuma cuando la barriga está llena.
Me dirán que hay muchas personas que sufren precariedad en muchos ámbitos, pues por lo visto no la suficiente, en el caso que la pobreza lleve a votar a la izquierda, cosa que ya tampoco tengo clara contradiciendo mi discurso. Y el problema es que si tocamos fondo y si la ultraderecha se carga el estado del bienestar la revolución no será desde un lado racional sino desde las mismas tripas que votan a estos descerebrados sin sentido de la solidaridad.
Pablo Iglesias llegó al poder aludiendo a los indignados emocionados (y a otros muchos desencantados con la traición del PSOE) y estos lo mismo gritaban Franco que Felipe. La lección que saco de lo ocurrido es que es la hora de la calidad que de la cantidad, al menos en mi ámbito personal. Dicen que el problema es que en democracia votan todos. Que digo problema, es algo maravilloso. En las urnas se refleja la verdadera realidad de un país, intelectualmente hablando. Me dirán que sólo atribuyo la mejor información y la reflexión crítica a la izquierda, pues sí, si no no la votaría. Sin más, deciros que no compartiré más en masa espacios con indignados que no saben ni la capital de Portugal. Y no votaré jamás a ningún líder que su única vocación no sea cambiar leyes en el BOE. Lo de la casta, la estúpida división de la izquierda, ahora incluso identitaria y paleta, y la falta de ganas por compartir espacios hacen el resto.
Las tripas, el incienso, el ocio barato que no llena el alma, el chaval de barrio que se hizo policía y en el foro es peor que Arias Navarro, el desconocimiento del periodo de entre guerras en Europa y de las revoluciones. Todo eso con dos camisas de Álvaro Moreno o una de flores para ir a Los Caños llenan la coctelera. Dirán que divago, pero parece que cuanto más confort menos memoria o intención por tenerla.
Termino, ah, ya Pablo no está en un consejo de ministros. Lo mismo vuelve a una asamblea endogámica o programa de televisión sin ningún tipo de repercusión donde será feliz y nada cuestionado. Y no le culpo, la presión mediática sobre su persona ha sido cruel y desproporcionada. Pero en este país también se guarda todo. Llamó casta a concejales de pueblos de 20.000 habitantes y eso, también es populismo.
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