Los ladrillos amarillos de mi infancia se derriten con una cera roja, el otro día reparé en ello. Lentamente las plazoletas se olvidan de quienes las poblaron pero allí quedan los años y las sombras con el perfume noble de quienes se criaron allí.
Se cerraron las confiterías, las recovas y las papelerías, inexistentes, ya no alquilan películas que están gastadas por el uso. Las verbenas inertes por la rapidez con que demandamos el ocio. No se huele la azucarera y ya no somos una ínsula de hijos de trabajadores que se mezclaban entre los que su madre era una serrana o de Jerez con sus inevitables diferencias. El sudor de los bares donde sólo paraban los hombres que repartían tabaco. Las jornadas en la bodega, la fábrica de botella, la obra o la viña y las mujeres echando horas. La largura del verano y la Valenciana que daba un respiro a quienes con una sandía a cuestas la invadían para ir a la lejanía de la playa portuense.
Los derbys, el fútbol, los once elegidos, la falta de espacio en los pisos y la estrechez de los dormitorios plagados, en muchos casos, de literas. Adolescentes metidos ya en hombre que tras el servicio militar se iban despidiendo de sus madres para trabajar y encontrar otro hogar. Todo eso, con una caña de azúcar, un trompo y con el olor a tierra mojada y el filo de una lima que desangraba a la tierra.
Esperábamos el campamento, exprimimos todos los septiembres posibles antes de que el olor de los libros nuevos nos embriagara el alma. Todo eso era mi barrio, con una piscina rodeada de maizales. Con un autobús que paraba en el Villamarta que olía a pescado de la plaza de abastos y de un tiempo que ya no volverá. Con su iglesia, su campo de fútbol de tierra, su colegio rojo y sus institutos. Con todos los niños del mundo en el recreo y todas las tardes esperando que las plazoletas se llenasen de ellos.
Ese era mi barrio, sin más opciones que lo que teníamos entre las manos. Donde calzarse unos deportes nuevos era motivo de visita y alegría y donde, al mirar la vista atrás, todo granjero se reconoce. Pisos de cera amarilla, verde lima o de chocolate. Así, tan cerca como lejano. Con la riña de tu madre. Así, así recuerdo lo que jamás se olvida. Que no hay otra patria que la niñez y que no se olvida. Que los quebrantos y escasez son alegría con su filtro, que mi Granja, era así: llena de gente bonita.
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