Javier Krahe, en una imagen de archivo.
Javier Krahe, en una imagen de archivo.

Hace unos días se cumplieron cinco años de la muerte de Javier Krahe. Se trataba, sin duda, de uno de los mejores letristas de este país. Pocos, muy pocos, podrían siquiera aproximarse a ese nivel en el que se daban la mano ideas sugerentes y letras no solo ingeniosas sino también cuidadas al extremo en cuanto a rima y métrica, siendo todo ello sazonado con un sentido del humor y la ironía que sustituía cuando le parecía oportuno por una cálida sensibilidad. Y, sin embargo, Krahe no alcanzó las cotas de éxito de otros artistas de su generación, ni tampoco la de artistas análogos de otros países —el más claro sería el francés Georges Brassens, su gran referente—.

Javier Krahe, que se dio a conocer a principios de los 80 con sus actuaciones junto a Alberto Pérez y Joaquín Sabina, sobre todo a raíz de sus apariciones televisivas y su disco grabado en el local La mandrágora, nunca llegó a ser un artista de masas. Y, para muchas personas, el conocimiento de Krahe empezaba y acababa en aquella época. Sabina, que consideraba que Krahe era el mejor del trío —lo ha llegado a comparar con escritores del Siglo de Oro—, le dedicó varios poemas tras su muerte, entre los que llama la atención el siguiente: “Me quedé con el ruido, él con las nueces”.

Krahe era un tipo muy normal, pero también un genio. En cuanto a las ideas, tiene cosas como dedicar una canción a Piero della Francesca, artista del Quattrocento italiano, y recorrer con ella los dobles sentidos de las figuras geométricas —el pentágono, el cuadrilátero, las altas esferas, y hasta el cono...—. O puede permitirse resumir la Odisea de Homero en los cinco minutos y pico de ‘Como Ulises’, explicar cómo un reencuentro con una ex podría acabar causando una guerra mundial en ‘Eros y civilización’, recordar uno tras otro sus cien amores en ‘Abajo el alzheimer’ —canción maravillosamente versionada por Enrique Morente—, o desmentir las habladurías sobre el tamaño de su miembro viril en ‘Un burdo rumor’.

En cuanto a sus letras, uno encuentra virguerías técnicas como Antípodas, una canción totalmente rimada con palabras esdrújulas, o como Peleas y Melisanda, que se basa en la concatenación o el uso repetido de la epanadiplosis, es decir, cada verso comienza repitiendo la última palabra del anterior. Pero, yendo a las palabras, tenemos versos como “Mañana ha sido hoy tan de repente...” (‘Hoy por hoy’), “Sé muy bien que algo falla, pero, ¿acaso hago mal engañando a la pena?” (‘Días de playa’), “Cuando descubre caricias ajenas sobre mi piel, ella, en lugar de cortarse las venas, me es muy infiel” (‘Sábanas de seda’), “A veces pienso en ti incluso vestida” (‘Peleas y Melisanda’), o “me decía «te querré para siempre por lo menos», y así fue hasta que un día no lo fue” (la póstuma ‘Coplas patéticas’, grabada recientemente por Joaquín Sabina).

Parece claro leyéndome que, para mí, Javier Krahe fue un genio infravalorado de las letras de este país. Lo conocí siendo yo un adolescente y, desde entonces, nunca me abandonaron sus canciones, que siento que moldearon una buena parte de lo que pueda ser mi sentido del humor. Así que podría orientar esta columna a quejarme de que este país no valora suficientemente el talento, porque creo que así es. Pero no me gustaría quedarme solo ahí.

Quiero reivindicar que erramos en nuestra consideración de qué es el triunfo en esto de la cultura —y hasta, si me apuran, en esto de la vida—. Solemos vincular el éxito a aparecer con frecuencia en televisión, sonar en las radiofórmulas, o hasta estar presentes en pósteres en las paredes de los adolescentes. Naturalmente, nada de esto se cumplía en el caso de Krahe. A principios de los 80 ganó popularidad cantando en TVE Marieta —una adaptación de un tema original de Brassens—, cuyo estribillo repetía la palabra “gilipollas”, que, al parecer, nunca antes había sido pronunciada en la televisión de nuestro país.

Pero la polémica que no consiguió solventar vino de la mano de la canción Cuervo ingenuo, una sátira mordaz de la deriva ideológica de Felipe González y su Gobierno. Su interpretación en un concierto de Joaquín Sabina fue censurada por TVE —en aquel momento no existían aún las privadas— y, desde entonces, nunca volvió a lograr demasiada cobertura. Siempre tuvo un público fiel que lo acompañó en cada ciudad española, pero nunca logró la visibilidad mediática que le correspondía. Incluso, a raíz de un absurdo proceso judicial en pleno siglo XXI por un vídeo casero susceptible de ofender los sentimientos religiosos que había filmado en 1977, Jesús de Polanco, propietario de Grupo Prisa, le nombró persona non grata. Esto demuestra algunos grotescos absurdos de este país, pero también demuestra que Javier Krahe hizo siempre lo que le dio la real gana.

Durante 35 años, vivió dedicado a la música: grabó 15 discos, fundó su propia discográfica junto con otros artistas —18 chulos—, y recorrió bares, salas y teatros de toda la geografía española en los que el público, entre el que me encontré siempre que pude, disfrutaba de lo lindo con sus canciones y sus ocurrencias. Y si había tenido algunas polémicas a lo largo de su carrera, no iba él a dejar de componer nuevas canciones como ¡Ay, democracia!, de uno de sus últimos discos. Javier Krahe vivió de la música, tuvo el cariño fiel de miles de personas de toda España, vivió como quiso y fue total, absoluta y militantemente libre. Si esto no es el triunfo, llámenlo como quieran. Como decía Sabina, Krahe se quedó con las nueces.

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