Mañana 27 de septiembre a las 20:00 se clausura la exposición Rastro humano en la Sala Tragaluz de Jerez de la Frontera. Se trata de una muestra de fotografías de las andanzas (en parte peregrinaje, en parte vagabundeo) del joven antropólogo de mirada lúcida Rubén Carrera.
Es una exposición muy original, por un lado, formalmente, en la medida en que las fotografías no están expuestas aisladamente una por una, siguiendo un orden lineal, como es costumbre, sino en grupos dialogantes, a veces un poco confusos, como son los grupos verdaderamente dialogantes.
Las fotos no parecen pretender comunicar nada concreto al espectador, sino conversar delante del espectador y con él. Y, como en todo buen diálogo, hay una adecuada gestión de los silencios, marcadas por el retorno periódico de una misma fotografía de una pared de ladrillos rojos. Parece un muro, pero es una pared. Pues el muro representa la incomunicación, siendo normalmente igual por ambos lados, mientras que la pared marca la organización de una casa compartida. Implica un interior y un exterior decorados diferentemente y con la posibilidad del retorno del encuentro cotidiano entre los habitantes de ambos lados.
En cuanto a contenidos, la exposición es también muy original porque no se trata del típico relato jactancioso de viajes extraordinarios: no hay búsqueda del exotismo; no hay retratos del otro como monstruo de feria. Al contrario, hay una sincera preocupación por la comprensión de la huella humana en el planeta.
El primero de los grupos de fotos ofrece un diálogo monocorde. Ahí escuchamos la voz de las instituciones (museos y otras entidades transnacionales) que definen lo que es cultura y lo que no y que tienen el poder de decidir qué rastros humanos son conservables y cuáles no, qué rastros valen como archivos (en sentido foucaultiano) y cuánto valen.
Después de esta voz autoritaria, tras el oportuno silencio, en el segundo grupo, se muestran distintos espacios donde acontecen las acciones humanas susceptibles de dejar huella en la memoria planetaria. Son diferentes contextos, cada uno un mundo en sí mismo (ensimismado), que ofrece una diferente legitimidad a los rastros humanos que en ellos se producen. En este diálogo contrastan las voces discordantes de ciudades charlatanas y caóticas como las de Bangkok, frente a las de ciudades ordenadas y apaciguantes como las de Brujas.
En el tercer grupo de fotos, se distinguen objetos de culto con valor museístico junto a objetos cotidianos con valor de modestas ofrendas. Aquí, un simple rastro humano puede bastar para dotar a un lugar de singularidad: es decir, para convertir un espacio en un verdadero lugar, portador de Historia, dejando un espacio para lo invisible y también para el individuo frente a la masa.
La última parte de la exposición está dedicada a los diferentes actores de la cultura, es decir, a los potenciales creadores y receptores de rastros humanos, entre los que se incluye el espectador. Aquí no se trata tanto de espacios, ni tampoco de retratos (salvo el reflejo en un espejo dispuesto para la ocasión), sino de gestos humanos cotidianos, o más bien de las trazas de tales gestos, no necesariamente valiosas en sentido museístico.
Hay fotos de huellas destinadas a ser borradas de la memoria de los hombres, a menos que sean rescatadas por la mirada fresca de gente insolente como Rubén Carrera: estamos hablando de residuos urbanos, cacharros para turistas (llamados irónicamente souvenirs), artesanía utilitaria (escobas, cestas) y en fin de otros objetos generalmente menospreciados por las instituciones occidentales.
Tú que me lees ahora, si aún no has visitado esta exposición, aún te queda hoy o mañana para hacerlo. Y si no, me permito recomendarte que sigas la pista a este joven antropólogo y, sobre todo, que estés atento a la programación de la Sala Tragaluz, que aún dará materia para hablar, experimentar y pensar en nuestra ciudad.
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