Discrepancia

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La sombra de un cenicero.

¡Qué jodida es la condición humana! Un sólo sol nos ilumina, pero mil sombras dibujamos detrás.

No debería ser malo discrepar en el seno de los grupos humanos. En la empresa, en el colectivo cultural o profesional; en los partidos políticos, ateneos, cofradías, clubes, etc. Lo suyo es plantear problemas y discutir soluciones… a ser posible sin gritar. Con respeto, civilizadamente. Tragándose cada uno sus bilis, si las hubiera. Se pueden defender las causas nobles sin ofender.

Primero se presenta una idea para alcanzar objetivos; eso es la tesis. A la tesis se opondría una antítesis que discrepa o matiza los medios para alcanzar los mismos objetivos que busca la tesis […porque si pretende otros objetivos ya estamos en otra cosa]. Y de la discusión civilizada entre partidarios de la tesis y de la antítesis debería salir una síntesis de muchísimo más valor y mejor ajustada a lo que busca ese grupo humano. La unión de cabezas pensantes y discutidoras, la diversidad de puntos de vista y la suma de correcciones, amplía la eficacia de lo que se busca. Y ese desenlace logra aglutinar a más gente.

Pero es que, además, esa síntesis debería convertirse en tesis para volver a empezar el proceso. Es aplicar una especie de método científico a la toma de decisiones subjetivas… más o menos.

Lo esperable sería eso, que la discrepancia fuera un proceso creativo y que no pasara nada más. Es decir, que no repercutiera en las relaciones personales. Pero sí pasa. La realidad es que sí pasa porque las relaciones humanas siempre son inesperadas. Las personas no somos números y normalmente dos hombres acaban aliándose contra el tercer humano. Son los genes.

Nos pueden las vísceras. Y eso pasa porque a veces convertimos aviesamente una situación normal en una situación de fortaleza asediada y ya sabemos que «…en una fortaleza asediada, toda disidencia es traición» [Ignacio de Loyola]. La condición humana, la falta de educación y la falta de empatía llevan a la incomprensión, a la discusión inútil en la que cada uno habla de lo suyo, no escucha al otro y no es escuchado por el otro… y el proceso finaliza inevitablemente con la fractura del grupo. Unos se quedan con la tesis y otros con la antítesis. La mayoría de las veces alguien queda fuera de la burbuja, cae en desgracia y se transforma en enemigo. Los hombres tenemos estos caminos muy bien ensayados. Los repetimos una y otra vez. Me parece que en las relaciones de grupo nos suele faltar generosidad, empatía y elegancia, y nos sobra ego y visitas al propio ombligo.

Y, sobre todo, se nos olvida que en las cuestiones humanas no hay verdades absolutas. Casi todo es opinable y, por supuesto, discutible… Casi todo. De momento, que servidor sepa, lo único absoluto son dos cosas: la velocidad de la luz en el vacío (la “c” de Einstein) y la quietud total a menos 273,15º centígrados, la ausencia de todo movimiento en el cero absoluto… dos cosas que, por cierto, no dependen de la condición humana. Y aún así, puede que el día menos pensado vengan estos físicos y nos rompan los esquemas que creíamos fijos para dejarnos sin suelo donde pisar.

¡Ya verás tú esta gente!

¡Qué jodida es la condición humana! ¿Verdad? Un sólo sol nos ilumina, pero mil sombras dibujamos cada uno.

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