He repetido esta foto decenas de veces y siempre resulta distinta. La primera debió ser sobre el año 2000, cuando comencé a curiosear por los viejos polvorines de Punta Cantera (en San Fernando, Cádiz). Tenía entonces una primitiva cámara digital que usaba discos de 3,5 pulgadas para guardar las imágenes. Hoy, con la cámara del móvil, se apaña uno la mar de bien.
En veinte años han pasado un millón de cosas en lo que se refiere a esta foto. Se han pulverizado las alambradas de la zona militar y desaparecido los carteles que prohibían el paso. Hay nuevas grietas en el muro del siglo XVIII, y las antiguas han crecido. Se ha caído el techo de algún polvorín, los grafiteros se han explayado pintando gilipolleces en las paredes… si tuvieran un poco de arte al menos. Los sinvergüenzas se han llevado puertas metálicas de cientos de kilos de peso, las higueras han colonizado las techumbres de los Almacenes para la Pólvora de Su Majestad… pero lo que más impresiona del sitio es el caos que lo colma todo. Es increíble cómo el desorden se adueña del patrimonio abandonado. El caos es bello cuando lo genera la naturaleza… pero aquí, cuando el desorden es consecuencia de gente insensible, es una marranada.
Pero si hay algo que cambia entre la foto del año 2000 y la de hoy, es el ser humano que la lanza. Todo fluye. Ese hombre es un cuarto de vida más viejo, está la mitad más solo que antes y ya nadie se interpone entre la muerte y él. Quiere ser el gestor absoluto de su tiempo —pero no siempre lo consigue— y el tiempo se le ha convertido en algo valiosísimo por lo escaso… El hombre que lanza la última foto es consciente de lo efímero de las cosas y del escaso valor de cualquier iniciativa, porque todo está condenado al olvido. El ser humano que lanza la última foto también es distinto, tiene una enorme mochila de tiempo a sus espaldas… y lastra.
Sí… he repetido esta foto decenas de veces y siempre resulta distinta. Los viejos alquimistas hacían lo mismo, repetían milimétricamente sus procesos en el intento de alcanzar la transmutación de la materia en oro o, dicho de otra manera, de alcanzar la excelencia moral en los hombres. Nunca alteraban los parámetros del proceso, lo que se modificaba de una experiencia a la siguiente era la configuración cambiante del cosmos… y si tenían suerte, y las confluencias astrales se daban en el preciso momento, ¡Eureka! ¡Transmutaban el mercurio en oro o al hombre ruin en persona noble! En fin, ¡a saber qué conseguían en realidad!
Al final hubo un médico holandés llamado Hermann Boerhaave, que destiló 888 veces una porción de mercurio en un intento de purificarlo hasta obtener oro... pero al final, hijos míos, seguía teniendo mercurio y, seguramente, una percepción más realista de las cosas. Eso sí, se le quedó un mercurio radicalmente puro.
Pero, volviendo a la repetición de la misma foto, ya lo decía Heráclito, que no es posible bañarse dos veces en el mismo río por aquello de que todo cambia y nada permanece estable, Sin embargo, Parménides pensaba todo lo contrario, que el ser es inmutable en el orden del universo… y, a pesar de esa percepción de las cosas, tan diametralmente opuesta, cada uno tenía razonamientos muy aceptables. ¡Qué me gustaba a mí la Filosofía!
Creo que, después de andar un tiempo perdida entre los recovecos curriculares, se vuelve a enseñar filosofía en bachillerato y eso es muy bueno porque no es lo mismo saber quienes eran Heráclito y Parménides, con esa visión de la realidad tan diferente, que no saberlo. Entiendo la necesidad de estar en el mundo digital, y entiendo que, frente a esa necesidad, muchos pensarán que la filosofía es algo prescindible porque parece que no aporta valor a las cosas materiales, que no genera plusvalía a nada, pero, cariño, empezamos por eso —prescindiendo de la filosofía— y acabamos sin distinguir a un fascista de un demócrata y, lo que es peor, dándonos igual...