Recuerdo que en los años 50 del siglo pasado nos envolvieron en banderas que no eran las nuestras. Nuestros gobernantes y nuestros referentes nos convencieron de que debíamos pelear (y hasta morir) por esa patria que inventaron ellos para su propio beneficio. Los curas nos rodearon de falsos ídolos y nos dijeron que eran únicos y verdaderos, y que estábamos en posesión de la verdad absoluta. Nos convencieron de que la salvación o condenación eternas dependía de la obediencia a los preceptos que emanaban del catecismo de Trento y de los aquelarres místicos que celebraban sacerdotes de negro y tonsura en la coronilla… que, por cierto, nos asustaban con un castigo horrible y eterno si no éramos obedientes. Todo eso parecía superado y sepultado por el tiempo y por la historia, pero hoy lo vuelvo a ver como un cadáver que se levanta, vivo, vociferante. Son cadáveres con las mismas banderas, con los mismos rosarios y oraciones, con la misma locura. Y lo peor de todo es que estos descerebrados no tienen ni reputísima idea de lo que están haciendo.
Ya tengo demasiadas décadas en la mochila y sé que lo único que importa es atesorar muchos momentos felices en esta vida —cuántos más, mejor— porque no hay otra vida, no hay cielo, paraíso, nirvana o valhalla. Y sé que a la felicidad no se llega enarbolando banderas al viento, reverenciando falsos ídolos o rodeándonos de cosas inútiles. La felicidad es una cosa mucho más sencilla, y todos lo sabemos en cuanto nos paramos un momento a reflexionar. Estoy convencido de que la mayor parte de la gente —en cada sitio, en cualquier cultura, en toda época— desea vivir su vida en paz y dejar en paz a los demás, aspira a querer y ser querido, a abrazar con calidez, desea sobre todo criar a sus hijos y a mimar a sus nietos…
Una vez aseguradas las necesidades básicas (cuando eso es posible), la gente sin poderes, la que pasea por las aceras de los pueblos —en una inmensa mayoría—, no está crispada y ya tiene una patria mucho más noble y más sencilla a la que deberse: el paisaje de la niñez, el paisanaje que acompañó los primeros pasos, la vuelta a casa, las personas cercanas que dan calor y color a la vida. Esa es la patria noble de cada uno de nosotros. Apenas hay hostilidad entre la gente que se cruza por las aceras, y si aflorase es por culpa de ese patógeno que emana desde los medios de comunicación tóxicos. A veces nos saludamos sin conocernos… te veo, pasas a mi lado, te reconozco como ser humano, no eres mi enemigo, no soy tu enemigo, habitamos el mismo planeta… La inmensa mayoría de la gente de las aceras no tiene nada que ver con la crispación que esputan muchos políticos desde la tribuna, no comparte la estulticia tendenciosa de muchos tertulianos, no sintoniza con la locura que rezuma desde los púlpitos o desde las redes sociales. La gente que se cruza por las aceras está muy mal representada en el parlamento, en las tertulias, en los púlpitos y en las redes sociales. Algo olía a podrido en Dinamarca, pero en nuestra sociedad también…
Ese deseo de vivir la vida en paz y dejar en paz a los demás, la aspiración a querer y ser querido, el deseo de abrazar al otro, de criar a nuestros hijos y a mimar a los nietos… estos conceptos son incompatibles con banderolas al viento, fanfarrias militares, proclamas patrióticas y patrias necesitadas de mártires… porque eso implica inventar enemigos a los que odiar. La felicidad es incompatible con la imposición de ideas, con el miedo al castigo eterno que proponen las religiones del libro. La felicidad no casa con la salvaje libertad de los mercados y es incompatible con el consumo de cosas inútiles que necesita el capitalismo depredador… Todo es más sencillo. Todo es más sencillo, pero nos empeñamos en complicarlo. ¡Qué manera de hacer el imbécil tenemos!