Poco tiempo le queda a la plaza del Rey de San Fernando en la disposición actual... lo digo por la próxima remodelación, no por mis preferencias republicanas. O sea, tranquilos, que no se va a llamar Plaza de la República. Ya nos gustaría a muchos o pocos, pero no, seguirá siendo la plaza del Rey. Van a quitar las palmeras, los robustos laureles de indias —que, por cierto, hace años que podrían haber creado una bóveda capaz de cubrir de verde toda la plaza… pero las podas castrantes lo mantienen como setos cuadrados—.
De paso y de tapadillo se llevarán el caballo del general Varela, con el jinete incluido, a un almacén. No porque su presencia en mitad del pueblo sea un atentado a la decencia (que también), sino porque no encaja en el nuevo diseño de la plaza. Bueno, las cosas son como son y al final todos nos conocemos y nadie engaña a nadie. Van a dejar la plaza totalmente diáfana, tal y como fue diseñada en el siglo XVIII. Como espacio dieciochesco será un ágora ejemplar, pero como plaza pública ubicada en el tórrido sur será impracticable durante los días de verano, cuando el sol caiga a plomo derritiendo sesos y entendederas. No sé yo... además, la falta de acuerdos prácticos en la cumbre climática de Glasgow no va a mejorar las expectativas de salir ileso después de atravesar esa superficie abierta en los días de verano. Eso sí, al atardecer será un escenario estupendo para la celebración de una enorme variedad de eventos populares… Una cosa por la otra.
Por lo que se ve, después del confinamiento, cuando hemos vuelto a salir y medio recuperado la cercanía social, las terrazas se han expandido como el universo en sus primeros nanosegundos de existencia. Hoy las terrazas bordean la plaza del Rey en sus cuatro costados y ocupan buena parte de la superficie útil. Y, aparentemente, todos —hosteleros, consumidores y paseantes— parecen estar contentos con la situación. Hay mesas por todos lados y el espacio común ha menguado en beneficio de los negocios privados. ¿Será así para siempre o el espacio común que se ha privatizado volverá a lo público? No digo que esto sea necesariamente inconveniente, digo que es un espacio público, común, de todos, arrendado (creo) al negocio privado.
Esa tarde, servidor es uno de los usuarios de las terrazas, conste. Descafeinado con leche y churros, pido. El sol cae detrás de Varela, el general bilaureado y traidor a la patria, convertido en contradictorio jinete de bronce cagado de palomas. Se han ocupado todas las mesas mientras atardecía, señal de que estamos contentos con la cosa. Es una tarde de otoño espectacular. Ni frio ni calor. Los niños gritan como poseídos por espíritus ahítos de anfetas. ¡Qué vitalidad tienen los puñeteros, pordió! Eso va a ser que me hago mayor... el camarero no para de servir café y churros a 2,40 € el servicio, y lo hace con rapidez.
Pero hoy ha fallecido el tío Chico, hermano menor de mi padre… y nos hemos quedado sin referencias. No nos queda nadie de su generación. Todos los hijos, nueras y yernos de la abuela Mamina, que nació en Ceuta en el año 1900, han fallecido. Hoy somos seis primos enfrentados directamente a la muerte. Nada nos separa de ella. Ya no tengo a nadie que me aclare cualquier detalle oscuro de mi niñez. Tengo un momento muy chungo cuando rememoro la última conversación con el tío Chico. Curiosamente, la primera bofetada que yo recuerdo en mi vida me la dio él porque me advirtió que no tocara una cosa peligrosa, y la toqué. Había construido una escopeta submarina que lanzaba arpones con una fuerza extraordinaria —el tío Chico hacía inmersiones con botella y pescaba meros gigantescos por las costas de Ceuta en los años 50 del siglo pasado— y estaba probando el gatillo y la potencia de las gomas elásticas en la bañera de la casa de la abuela Mamina. Cuando me vio interesado en sus manejos… No toques eso, me dijo. Y lo toqué. ¡Plas! Una cachetá limpia y seca. Inesperada. Acción, reacción. Servidor debía tener cuatro añitos. Lo recuerdo bien.
El tío Chico habría sido un ingeniero extraordinario, pero quedó huérfano con siete años. Cosas de la Guerra Civil y sus posibilidades se fueron al garete. Inventaba y fabricaba cosas ingeniosas. Comprendía y arreglaba cualquier artefacto y se las apañaba para utilizar lo que tuviese a mano para solucionar todo mal funcionamiento. Recuerdo que construyó una compleja maquinita que liaba cigarrillos. Ponía una porción de tabaco en un pequeño depósito y un papel de fumar en una bandeja, entonces le daba vueltas a una manivela, se movían engranajes y salía el cigarrillo liado y dispuesto para fumar. Yo me quedaba extasiado viéndola funcionar. A mí aquella máquina me parecía algo extraordinario y a lo largo de su vida realizó innumerables soluciones-inventos… pero, sin duda, lo que más me influyó del tío Chico ocurrió cuando yo tenía seis años. Sentados en torno a la mesa del comedor de Mamina estaban Boris Fossati, el médico que vivía en el piso de abajo, y el tío Chico. Ambos buceaban con botellas y habían sacado una hoja fósil del fondo marino del estrecho de Gibraltar. Observar a aquellos dos hombres tan mayores y respetables, interesados en una singular piedra me impresionó mucho y me sentí profundamente atraído, máxime cuando el tío Chico me explicó que hacía millones de años, antes incluso de que se abriera el estrecho, una hoja cayó al suelo y poco después quedó aprisionada en el barro hasta que se convirtió en esa piedra gris que tenía entre las manos. Más tarde el nivel del mar subió y subió hasta inundarlo todo. Me dejó tocarla (esta vez, sí). Esa explicación, dedicada a un niño de seis años, tuvo un efecto atronador en mi conciencia. Era como uno de los cuentos que narraba Carmen, una de las abuelas que salían al anochecer a la puerta de su casa, en el viejo barrio de Villajovita, en Ceuta, a contar historias a los niños… hace millones de años, cuando no existía el estrecho de Gibraltar, una hoja se convirtió en piedra y el mar lo inundó todo… tenía todos los ingredientes para ser una historia preciosa y mágica. Pero ésta era real, por tanto, la fantasía era posible. La hoja de piedra, que me dejó tocar el tío Chico, lo demostraba.
Pero fue inevitable. La fantasía de tal historia se perdió con los años. Quedó aprisionada en la niñez, como aquella hoja en el barro. Sin embargo, la curiosidad que me despertó en ese momento, y esa pequeña explicación, siempre se han mantenido vivas. Cada uno de nosotros es la suma y la consecuencia de miles de momentos vividos. Lo que yo soy también se lo debo al tío Chico y a esas palabras que susurró, tal vez sin intención didáctica, mientras acariciaba la misteriosa hoja de piedra. Sí… nos vamos quedando sin referentes porque es inevitable tomar el último tren. Y cuando lo hacemos ya hemos dejado retazos de nuestra vida para enriquecer la vida de los que aquí quedan. Seguro que la tierra te será leve, querido tío. Gracias por lo que nos dejas. Siempre te recordaremos porque somos tu consecuencia.
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