El naranjo enano tiene 18 naranjas del tamaño de una nuez. Hay dos en el suelo, arrugadas ya. Se cayeron hace tres días y el anciano no hace nada por recogerlas. Las mira y lo deja estar. ¿Quién es él para oponerse al devenir del universo? A mediodía, cuando más calienta el sol, se sienta a leer y cada dos párrafos levanta la vista del libro para mirar las naranjitas. Y así deja pasar el tiempo, preguntándose qué cosa tiene que emprender… no porque lo haya olvidado, es porque no encuentra nada ilusionante que le mueva. El anciano es consciente de la ausencia que ha dejado ella, la compañera de su vida. Conoce en su propia carne el paso irremediable del tiempo, el ocaso de la vida, la fragilidad de cualquier equilibrio que cualquier hombre pueda construir. Conoce esas cosas. El anciano vive sin alegría. Nadie dijo que esto fuera un jolgorio permanente… más bien todo lo contrario, un lugar con acechanzas tristes amenazando siempre. Pues eso.
La perrita husmea por el jardín. El anciano ha descubierto que es ella la que se come las migas de pan duro que deja para los gorriones. A mitad de febrero están empezando a salir flores por todos lados. Ya es primavera y siguen sin aparecer las nubes. Un pertinaz anticiclón impide que entren las borrascas hacia la península y ahí estamos, sin lluvias desde hace muchos meses. Por eso los ilusos de chaqueta, corbata y brillantina empiezan a sacar a los santos milagreros para pedir lluvias, como en la edad media. Hay que ser imbécil para entrar en esas cosas. No es falta de respeto llamarles así, piensa el anciano, es marcar la falta de racionalidad de esos actos.
Hoy se ha caído otra naranjita y el anciano sigue sin voluntad para recogerlas. El tendedero soporta un pantalón vaquero y un albornoz azul. Seguro que a media tarde estarán secos porque sopla brisa de poniente y no hay nubes. Ni una puñetera nube en el horizonte y así no hay manera de que llueva. Nos vamos al carajo, la civilización digo. Esta forma de civilización, con estos valores, se va al carajo. Seguro que surgirán otras civilizaciones con otros valores, más simples y también más injustas, y tendrán que caminar por el sendero de conquistar derechos y deberes para todos… esa eterna y tediosa lucha de los oprimidos contra los opresores que llena toda la historia de todas las civilizaciones de hombres y mujeres. Pero el anciano piensa que no estará para ver otra vez esa vuelta de tuerca histórica. Lo percibe como un aburrimiento, ¡pero si ya hemos pasado por ahí, cojones! Será el mundo de sus nietos, será la civilización que ellos construyan. Él ya no está, ni cuenta, para nada ni para nadie. Es lo que tiene dejar pasar el tiempo mientras caen las naranjitas.
Sí… el anciano levanta los ojos del libro después de leer dos párrafos. El sol de febrero, aunque se acerque el medio día, no está muy alto. Es una belleza esa luz fría que deja sombras alargadas. Es una belleza la brisa de poniente que mece las hojas de la palmera… siempre ha usado esa palmera como veleta. Según estén las hojas, sopla levante, poniente, norte o sur. De un rápido vistazo sabe qué viento sopla. Es una belleza que las hojas oscuras de la begonia reflejan el sol que recibe. Las hojas grandes de la aspidistra bailan con la brisa una danza repetitiva. La perrita sestea al sol tibio. Los gorriones se pelean por un trocito de pan y se gritan entre ellos…
Hay belleza y pereza en todo lo que rodea al anciano. Pero la tristeza lo supera y por eso procura disfrutar del ese instante, que es un instante irrepetible, como todos los instantes. El pasado ya no está, ni se le espera. El futuro no está construido. Solo este momento sirve… ¡A por él!
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