Nunca sabremos con seguridad el nivel de sufrimiento que provocó el fascismo del siglo XX en España. Sé que esta historia ocultada y silenciada —me refiero a la represión política y social que comienza el 18 de julio de 1936 y acaba con la muerte del general Franco— siempre será un relato inconcluso. Lo sabía cuando cerré el libro y dejé de investigar [hablo de República, alzamiento y represión en San Fernando]. Ya era suficiente por mi parte. En ese momento me parecía redundante añadir más arbitrariedades, más nombres, más injusticias. Estaban listados los muertos que causó la represión y las viudas, esas mujeres sin llanto, sufrientes de largo recorrido, que tal vez fueran más heroínas que héroes fueron sus maridos e hijos. El libro también dejaba constancia de que los hombres que tomaron el poder por la fuerza en 1936 se calificaron ellos mismos con sus propios actos. Eran actos y pensamientos que no ocultaron, todo lo contrario, los exponían con afán de ejemplaridad, porque ellos mismos estaban orgullosos de haberlos cometido; orgullosos de la historia que escribieron encantados de escribirla. Punto. Cerré el libro cansado, y con la conciencia de haber hecho lo que debía. Ahora que sigan otros… servidor ya puso un peldaño.
Pero un libro en manos de los lectores tiene vida propia. Y este libro relata precisamente lo que dos generaciones de víctimas habían callado. Habla de lo que dos generaciones de victimarios habían silenciado —me refiero a lo que silenciaron los criminales directos y sus herederos ideológicos actuales—. No es pertinente ni es decente apelar a la equidistancia entre víctimas y victimarios para buscar un consenso… simplemente porque no todos fueron iguales. Unos exterminaban con insolencia y con impunidad, otros fueron exterminados como a ratas. Unos fueron exaltados a la condición de héroes, otros fueron desposeídos de su condición humana y tirados en una fosa común, vilipendiados y olvidados. ¿Dónde puñetas ponemos la virtud equidistante? ¿En las víctimas o en sus verdugos?
Hoy me llegan retazos de lo que provoca la lectura de este libro. Son recuerdos que afloran desde lo más profundo. A veces alguien encuentra la pieza de un puzle que encaja en la vida, a veces es una lágrima que debió salir hace tiempo. Otras veces, lo que emana de las pequeñas historias, es una punzada de respeto… la historia no la hacen los personajes, sino la gente humilde y sufrida que mueve la vida hacia horizontes más nobles, más justos, más humanos. Esto decíamos al iniciar el libro…
Un secreto de familia
Mi amiga Josefina ahora comprende por qué ese hombre que se casó en segundas nupcias con su tía nunca se integró en la familia, ahora lo comprende. Lo ha reconocido en el libro. Ese hombre jamás fue aceptado porque todos en la ciudad conocían lo que había hecho: con su uniforme azul de Falange y su prepotencia, detuvo a decenas de hombres para llevarlos al cuartel de la plaza de la Iglesia. No porque fueran criminales, lo hizo porque esos vecinos suyos fueron políticos de izquierda, sindicalistas, obreros significados, masones, maestros republicanos, etc. A los más afortunados les daban una paliza, un vaso de aceite de ricino y lo paseaban desnudo por las calles mientras las víctimas evacuaban los intestinos a la vista de todos, para humillarlos de por vida y condenarlos al ostracismo social en su propio pueblo. A los menos afortunados les pegaban un tiro en la tapia del cementerio… y que las viudas y huérfanos se las apañaran como pudieran.
A Josefina nunca nadie le dijo nada de esto porque hubo un acuerdo tácito entre los vivos: dejar a los niños al margen del terror. Nunca se explicó Josefina por qué ese hombre apenas aparecía en las celebraciones familiares, y si acudía siempre permanecía sentado en un rincón y nadie le dirigía la palabra. Acabó mal, me cuenta. Se dio a la bebida y una cirrosis le hizo sufrir hasta que murió relativamente joven… pareciera un merecido castigo divino. Josefina ha encajado una pequeña pieza en su vida. Ahora comprende mejor su niñez, los silencios que recibió y los entresijos de la familia.
Un abrazo en la curva del cementerio
Mi amigo Pepe dejó escrito no hace mucho un pequeño momento que vivió su abuelo. Se llamaba como él, José Batista y, como no acabó fusilado en la tapia del cementerio, no sale relacionado en los listados… pero sabemos bastantes cosas de este hombre represaliado. Era chofer, miembro del Comité Local del Partido Comunista, tenía 40 años en 1936 y ocho hijos bajo su techo. Manuel, el mayor, tenía 18 años, la pequeña solo unos meses. Lo detuvieron en su casa el 26 de septiembre de ese año por orden directa del comandante militar de la plaza, Ricardo Olivera Manzorro —por cierto, “ciudadano ejemplar”, nombrado Hijo Predilecto de San Fernando, y con calle propia hasta hace tres días—. Primero lo encerraron en el calabozo municipal, y diez meses más tarde, también por orden de Olivera Manzorro, lo trasladaron al Penal de la Casería de Ossio. Los militares que se rebelaron contra la autoridad de la II República lo acusaron precisamente de rebelión militar, y lo juzgaron en consejo de guerra sumarísimo de urgencia —un paripé de justicia con nulas garantías procesales—. Afortunadamente resultó absuelto en mayo de 1937… pero seguía preso en enero de 1938. No sabemos con exactitud cuándo fue liberado.
Pepe cuenta que su abuela —Dolores Arias Mateos— iba todos los días al penal con su hija de meses en brazos. Esta recién nacida se ganó el apodo de la niña del penal para el resto de su vida. El relato que ha permanecido en su familia cuenta que al abuelo José Batista Vela se le aguó la sangre en la cárcel, y que lo soltaron para que muriera en su casa. Y eso pasó, murió en la cama poco después de salir libre a un mundo gobernado por los que tenían las armas, las peores ideas y una repugnante moral.
Y la vida siguió. Cada cual se adaptó a la situación porque hubo que vivir y cada una de esas vidas es una historia digna de ser recordada. Sesenta años más tarde, Manuel, el hijo mayor de José Batista Vela volvió a San Fernando. Mi amigo Pepe (su sobrino) le daba un paseo en coche por la ciudad, para que recordara cada rincón, cada recodo, cada paisaje. Y en la curva del cementerio de los soldados, muy cerca de donde estuvo el Penal de la Casería de Ossio, su tío le contó que el día que liberaron a su padre lo encontró en ese lugar, a pocos metros del penal: Aquí me bajé de la furgoneta al ver a mi padre y nos dimos un abrazo. Dijo que aún recordaba la impresión que se llevó al ver cómo había envejecido en tan poco tiempo, al verlo tan indefenso, tan derrotado.
Sesenta años después de ese momento, en la misma curva del cementerio, mientras Manuel lograba verbalizar este recuerdo, lloró por su padre muerto… La guerra había terminado.
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