Ellos

Son, insisto, igual que tú, lector; pero no es fácil reconocerlos, percatarse de todos estos pequeños detalles y entender que, sin importar aquello que diga en su DNI, su nacionalidad es el dolor

Filólogo, autor de varios libros de poesía

Refugiados afganos en Jerez, en una imagen de archivo.

Viven entre nosotros. Son como cualquier hijo de vecino. Exactamente iguales. Los veréis por la calle, tan normales, con su ropa de Zara o del Primark mientras mandan un audio vía WhatsApp; de risas con amigos en cualquier cafetería; luciendo sus tatuajes en la playa; trabajando en bares, correos, perfumerías, súpers, universidad –allí abundan– y en cualquier sitio; muchos van al gym y parece que, de un soplido, te pueden mandar al otro barrio.

A simple vista son tipos normales. Sin embargo, hay detalles, muy sutiles, que logran delatarlos: al conversar con ellos te miran a los labios en lugar de a los ojos; cuando te indican algo o simplemente gesticulan, sus brazos no terminan de despegarse de su cuerpo, como si no pudiesen dejar de protegerse; hay una leve inquietud, un nerviosismo zumbando en su discurso si los sorprendes por la calle y los saludas; y a veces, cuando alargas su mano hacia su rostro, para quitarles una pestaña o agradarles con una caricia, se apartan por instinto, con reflejos de gato.

Son refugiados de algún país implacable del que lograron escapar hace ya muchos años; pero no sin secuelas. Ben Clark los llamó en un poema los rotos; y viven entre nosotros.

Son, insisto, igual que tú, lector; pero no es fácil reconocerlos, percatarse de todos estos pequeños detalles y entender que, sin importar aquello que diga en su DNI, su nacionalidad es el dolor. Hay que saber del tema para poder identificarlos: basta con ser uno de ellos.