Ellos

Son, insisto, igual que tú, lector; pero no es fácil reconocerlos, percatarse de todos estos pequeños detalles y entender que, sin importar aquello que diga en su DNI, su nacionalidad es el dolor

Refugiados afganos en Jerez, en una imagen de archivo.
15 de mayo de 2024 a las 01:00h

Viven entre nosotros. Son como cualquier hijo de vecino. Exactamente iguales. Los veréis por la calle, tan normales, con su ropa de Zara o del Primark mientras mandan un audio vía WhatsApp; de risas con amigos en cualquier cafetería; luciendo sus tatuajes en la playa; trabajando en bares, correos, perfumerías, súpers, universidad –allí abundan– y en cualquier sitio; muchos van al gym y parece que, de un soplido, te pueden mandar al otro barrio.

A simple vista son tipos normales. Sin embargo, hay detalles, muy sutiles, que logran delatarlos: al conversar con ellos te miran a los labios en lugar de a los ojos; cuando te indican algo o simplemente gesticulan, sus brazos no terminan de despegarse de su cuerpo, como si no pudiesen dejar de protegerse; hay una leve inquietud, un nerviosismo zumbando en su discurso si los sorprendes por la calle y los saludas; y a veces, cuando alargas su mano hacia su rostro, para quitarles una pestaña o agradarles con una caricia, se apartan por instinto, con reflejos de gato.

Son refugiados de algún país implacable del que lograron escapar hace ya muchos años; pero no sin secuelas. Ben Clark los llamó en un poema los rotos; y viven entre nosotros.

Son, insisto, igual que tú, lector; pero no es fácil reconocerlos, percatarse de todos estos pequeños detalles y entender que, sin importar aquello que diga en su DNI, su nacionalidad es el dolor. Hay que saber del tema para poder identificarlos: basta con ser uno de ellos.