En la barra del bar

Mientras yo seguía hablando con mi hermana, el tipo se puso a hablar con el amigo sobre mí en un volumen que me permitiese oírlo, porque cómo no iba a enterarme de lo que quería decir

Margarita Lozano.

Escritora

Nacida en Jerez en 1981, es graduada en Artes Plásticas y Diseño por la Escuela de Arte de Jerez. Autora de El caballero de la Frontera (Kaizen Editores, 2020), Historia pequeña de Jerez (Rhode Island, 2022) y La dama del Salado (Rhode Island, 2024).  Ha colaborado con distintos medios radiofónicos en programas sobre turismo como Onda Jerez Radio, así como teniendo su propia sección en programas culturales como De Jerez al mundo, en  La FM, De Cádiz al mundo, en Onda Cero o El Jerez de Margarita, en Canal Sur Radio. Toda su carrera profesional está vinculada a la gestión del patrimonio histórico, cultural, artístico y turístico.

Una barra de bar.
Una barra de bar.

Yo solo quería tomarme una copa de vino con mi hermana. No esperaba más de aquella tarde noche, pero no, entraron dos comerciales de una marca de bebidas alcohólicas y uno decidió que,  por narices, tenía que pasar parte de mi tarde escuchándole a él. 

—¿Cómo va la tarde? —le preguntó a mi hermana quien, sin esperarse que alguien apareciese detrás de ella, se sobresaltó. 

—Bien —contestó girándose con rapidez hacia mí, que aún estaba colocando mi bolso y sentándome en el taburete alto. 

Menos de un minuto después se dirigió hacia mí con la misma pregunta, cuando yo ya estaba enfrascada en una de esas conversaciones sobre la vida que tanto disfruto compartiendo con  mi hermana. 

—¿Cómo va la tarde? —preguntó ocupando el lugar entre mi hermana y la barra del bar acercándose a mí. 

—No es asunto suyo —un segundo tardé en volver a dirigir mi mirada hacia mi hermana  para proseguir con la conversación. 

No sé qué cara pondría porque no le miré más, pero se volvió al compañero indignado  profiriendo insultos hacia mi persona que irían de menor a mayor. 

—¿Quién se habrá creído que es esta chula? —le iba a explotar la cabeza porque una mujer  no quisiera hablar con un desconocido —. Para chula ella, chulo yo. 

Si no repitió eso unas diez veces, no lo dijo ninguna. Con voz elevada, el tipo vivía  indignado por mi presencia aunque el amigo intentó que me ignorase, el camarero le dio  conversación por si se le pasaba, pero de nada servía. Yo seguía allí y representaba la realidad de  que una mujer no quería hablar con él. No contento, volvió a acercarse llamándome chula e  increpando que quién me creía que era para faltar el respeto a su eminencia. Elevé la palma de mi  mano cual Guardia Civil parando el tráfico en un control de alcoholemia asegurando que no quería  hablar con desconocidos y menos con aquellos que me insultaban. Que me dejase en paz. 

El amigo aprovechó el momento para sacarlo a fumar, o a pasear. No voy a decir como saco  yo a mis perros porque son mucho más educados que el señoro heterobásico en cuestión. El  camarero comentó con nosotras la molesta presencia haciendo chistes sobre su comportamiento,  porque por aquel momento solo era un tipo indignado. Pero entonces volvió, y ya no hacía gracia su indignación de orgullo viril dañado ante una negativa femenina. 

Mientras yo seguía hablando con mi hermana, el tipo se puso a hablar con el amigo sobre mí en un volumen que me permitiese oírlo, porque cómo no iba a enterarme de lo que quería decir.  Cómo iba a dejar que yo me saliese con la mía de seguir disfrutando de aquella tarde sin saber de su existencia. Subió el grado de insulto, si es que existe un nivel para las faltas de respeto, haciendo  siempre alusión a quién me creía que era. Apareció un amigo mío para comentarme una cosa. Al  rato, otra amiga mía para recoger algo que había traído para ella y se le escuchó decir de fondo que  parecía hasta simpática con otra gente. Con él, no. Pero no porque no lo pareciese, sino porque no  tengo por qué serlo. 

Cuando volví del baño mi hermana me dijo que le había agarrado del brazo para decirle que  él no había hecho nada, que yo era una antipática que no había querido hablar con él. Ella ya se  quería marchar, como es obvio, porque ningún hombre tiene por qué tocar el brazo de nadie para  dirigirse a ella. Pero cualquiera le explicaba eso a un tipo que llevaba veinte minutos enfrascado en  que yo no había querido entablar conversación con él. 

Le dijo al amigo que como yo había escrito un libro, me había venido arriba. Tuve la tentación de corregirlo y decirle que era tres, pero no podía dar mi brazo a torcer con respecto a no  hablar con un desconocido si no me da la real gana. Él siguió aumentando el grado de insulto hasta 

que soltó la perla de la noche: “No sé por qué va de chula. Si no le entro yo, esta no se va acompañada a casa esta noche”, por decirlo finamente, porque la oración principal de esa estructura  la he dulcificado yo para escribir la experiencia sin repetir la bordería que soltó. Y me enfada la única salida que le vi al tema porque me gusta ser autosuficiente y solventar mis problemas, pero  llamé a mi marido, que se encontraba en Cabo Norte por trabajo, para relatar toda esta experiencia  allí mismo. Entonces vio mi anillo de casada, que estuvo todo el tiempo visible, pero no parecía  importarle; entonces me oyó decir que si seguía así iba a llamar a la Policía y le iba a denunciar por  acoso; entonces entendió que no estaba sola, pagó y se quitó de en medio. 

Y digo yo, ¿por qué no basta el simple hecho de que soy una persona para que acepte que no tiene que seguir insistiendo? ¿Por qué asume que debo ser simpática ante su aparición estelar? ¿Por  qué una mujer no puede salir sola o con otra mujer tranquilamente sin que un baboso asuma que su compañía es lo que una busca? Yo no voy a poner el grito en el cielo porque se dirija a mí una vez,  

pero tengo todo el derecho del mundo a negar la palabra y la atención a quien me plazca. Lo que no  puede ser es que una no pueda estar tranquila tomándose un vino en la barra del bar porque hay  tipos que parecen sacados de las cavernas que no admiten una negativa.

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