Desde la eclosión de los teléfonos inteligentes (más que nosotros) todos llevamos uno adherido a la mano y nuestra vida está sincronizada a las notificaciones: nos vibra el alma y todos los filamentos de nuestra existencia ante un like o un mensaje. Estamos fatal. Y miedo me dan las fechas que se acercan y el aluvión de pamplinas en masa que saturan los dispositivos de terroríficos memes de elfos con la cara del vecino.
Hay una pandemia peligrosa de la que cada vez se tiene más conciencia, menos mal, y es la de la nomofobia, sí, el síndrome histérico que experimentamos en mayor o menor medida cuando no estamos conectados todo el tiempo, o no vemos a ése o aquella “en línea” para recibir el estímulo en forma de respuesta inmediatísima. Yonkis del subidón químico, recompensa cerebral peligrosa que deriva, las más de las veces, en un control exhaustivo y una hipervigilancia enfermiza. Y no se salva nadie de los placeres de la tecnología al servicio de las pulsiones primitivas.
El progreso es el progreso, oigan, y las redes sociales han venido para matarnos, pero eso sí, matarnos con un alto nivel de conocimiento tecnológico y un montón de euros invertidos en algoritmos que engordan la barriga a los master of puppets que nos mueven los hilos. No nos damos cuenta, no. Pero esta guerra encubierta nos afecta desde dentro, y dinamita la más sana de las relaciones en algún momento, porque no sé si saben que todos tenemos, unos más escondida que otros, una cerillita malvada que prende en los momentos más insospechados. Los hay con una caja entera de fósforos, y prenden, vaya sin prenden, poniendo a arder casas enteras sin que de tiempo a desalojar el amor.
Temen los detectives privados por su oficio, pues hay sabuesos por todas partes, cámara en ristre. Trucos para averiguar la ubicación de otra persona, hackeos a tutiplén, aplicaciones para infieles, y todo un arte de ingenios para hacer la puñeta, al servicio de la traición o que alimentan la paranoia absoluta. Seguramente, detrás de las espantosas estadísticas de víctimas de violencia de género, hay un móvil, y me refiero al teléfono, no al motivo del crimen, pues la atrocidad jamás tiene justificación.
Huyo del mal agüero, y más en estos días, pero créanme: hay un problema y es necesario reconocerlo, identificarlo, eliminarlo y comenzar a usar los adelantos justo para eso, para adelantar conocimiento, educación, buena convivencia y respeto por la privacidad. Les invito a hacer examen de conciencia, un poquito de balance, e igual que con un podómetro contamos los pasos, debemos contar los minutos, los días, las horas, la vida que le dedicamos a las redes sociales. Admiro a mi madre pues no tiene ni correo electrónico. Aunque empecé a perderla un poquito cuando tuvo que rendirse a WhatsApp. Las personas mayores no vigilan si la vida está en línea, y pasan mucho de los adelantos, viven en el pasado, o mejor, los adelantados son ellos.
Comentarios