Cada año, al aproximarse el 12 de octubre, se reactiva esa rancia competición que consiste en demostrar quién es más español. Un mensaje tan falso como tóxico, pues español no se puede ser más o menos, mucho o poco.
Y es que la españolez es alarde, es proclama, es incluso afrenta. Algunos, en su delirio, llegan a considerar que España es de su propiedad.
La españolez, al moverse en el terreno de las emociones primarias, encuentra enemigos que acechan tras cada palabra, tras cada gesto. Y como su mundo gira en torno al agravio y al victimismo, siempre es fácil toparse con esos enemigos a los que infamar.
La españolez es nacionalismo, pero detesta otros nacionalismos (especialmente el catalán y el vasco) porque su nacionalismo es “bueno”, es natural y es sano. Los demás no, los demás son obra de rojos, ateos y extremistas. Esto de extremista no es demasiado original, pues para ellos, extremista es todo lo que no sea dejar gobernar a la derecha.
Sin embargo, los que más alardean de españolez son aquellos que blanquean la pasta, la evaden a paraísos fiscales, pagan y cobran en negro o perpetran chanchullos muy ligados a este modelo de fino patriotismo.
Pero su público es una ciudadanía pasiva, alejada de las ideas y de la razón política. Una ciudadanía sorda y muda.
¡Sorda y muda! ¡Es el crimen perfecto! Así, este año figura una nueva fechoría sacada del catálogo inagotable del Emérito.
A mí, la verdad, los líos de cama me interesan más bien poco, salvo comprobar que el cubo de la basura de la Zarzuela contiene lo mismo que cualquier cubo de la basura. Lo que sí me sublevan son los detalles que adoban este último escandalito con Bárbara Rey, relacionados con las filtraciones del 23 F.
Confieso que en su momento me lo creí. Me tragué entero aquel cuento de que el rey sofocó él solito el golpe de Estado, con su sola presencia, con su ejemplo, con su categoría humana, con su…
Me lo comí con papas, porque yo era un don nadie -aún sigo siéndolo- y creía en la prensa como se creía en la prensa durante la Transición.
Pero todo era un trampantojo, la prensa comenzaba su vasallaje cagón que ocultaba las tropelías -las conocía- del personaje. Yo me lo creí, pero los grandes de la política como Felipe Glez. También las conocían y las ocultaron. Aún hoy se molestan cuando se les pregunta sobre ello.
Tanto oír de personas que nos resultaban respetables: “Tenemos un rey que no nos merecemos”. Mientras el rey, parapetado en su inviolabilidad constitucional, iba de cagada en cagada, y nosotros venga a reírle las gracias.
Se trata de este teatrillo lampedusiano que es España. España, ¿qué podía salir peor?
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