Los envidiosos, esa raza de apestados

La envidia nace, en muchos casos, porque se anhela algo que nunca se consigue, bien por mala suerte, bien por falta de talento

Foto busto

Filólogo, autor de varios libros de poesía

Silueta de Juan Carlos Aragón.
Silueta de Juan Carlos Aragón.

Me resulta muy curioso cómo nos tragamos los tópicos. Lo hacemos muy poquito a poco, sin darnos cuenta, como bebés a los que les van dando la papilla, cucharadita a cucharadita. Como si mientras lo hiciesen, además, estuviésemos dormidos. Un tópico: la envidia es el peor de los males que existen. Hay, de hecho, un maravilloso pasodoble de Juan Carlos Aragón, un tipo que sabe reelaborar magníficamente los tópicos más pobres, las ideas más torpes (quizá de esta mezcla su triunfo), donde este lanza una diatriba contra los envidiosos. Y dice lo típico, claro: que si son lo peor, que si son unos cerdos… Y no ya incapaces de sentir la victoria de los otros, sino que revientan con sus triunfos. 

Son múltiples los dichos, refranes, canciones, sentencias, aforismos… que vilipendian a los envidiosos, retratados siempre con la peor inquina. La pereza, la ira, la lujuria, la gula, después de mucho tiempo exiliadas, expulsadas, han encontrado un hogar en nuestras sociedades liberales. No están mal vistos ya, no son pecados capitales; son, a lo sumo, pecadillos veniales —como la pereza— o incluso virtudes —la lujuria—. En cambio, la envidia sigue peregrinando por el desierto, recibiendo insultos, escupitajos cada vez que se acerca mínimamente a los virtuosos. Es un verdadero pecado capital, como demuestra, por ejemplo, el pasodoble de Juan Carlos Aragón y otras tantas manifestaciones culturales, que expresan a la perfección la cosmovisión de una sociedad. Pero claro, qué contradictorio, ¿no?

La envidia nace, en muchos casos, porque se anhela algo que nunca se consigue, bien por mala suerte, bien por falta de talento. Mientras que otros sí que consiguen lo que se proponen. Gente en principio igual al envidioso —idéntica—, con la salvedad de que ha sido bendecida por la fortuna. Gente que, ya sea por un talento inmerecido —como lo son todos los talentos—, o por mera e inexplicable suerte, consigue tocar, apretar contra su pecho y aspirar el aroma de la gloria. Y entonces saben, envidioso, que tú existes, que no reciben de ti unas felicitaciones ante sus repetidas y gloriosas hazañas.

Solo reciben de ti la aparente indiferencia o cumplidos poco convincentes. Saben que en el fondo los detestas. O, en el mejor de los casos, no puedes aplaudirles después de su victoria. Porque ¿cómo va a alegrarse alguien que apenas llega a fin de mes de que el vecino gane –una vez más– la lotería o de que logre abrir su séptima empresa? Creo que esto es entendible, entonces…, ¿por qué maldecir a los envidiosos de esa manera? ¿Por qué odiarles, por qué quererlos lejos? ¿Es cristiano eso? ¿Es de ser buen ciudadano siquiera? ¿Acaso serían capaces ellos de dejar de rebuscar en la basura para sonreír al tipo que con desprecio les mira desde su porche, sentado en su mullida silla, ante un festín de carne? Bastante tienen ya con lo suyo, los pobres. No vertamos más basura, más odio sobre ellos. La vida es bastante complicada, con pérdidas constantes, decepciones, caídas y más caídas y más caídas como para encima, sentir envidia por los demás. Ellos no quieren ser así, pagarían por no sentir lo que sienten, por no llenarse de hiel las comisuras cuando ven triunfar a los otros. No les odiemos: compadezcámosles.

Archivado en:

Si has llegado hasta aquí y te gusta nuestro trabajo, apoya lavozdelsur.es, periodismo libre, independiente y en andaluz.

Comentarios

No hay comentarios ¿Te animas?

Lo más leído