Siempre me han despertado interés las historias que comienzan con la muerte del protagonista. No se prodigan mucho, pero como estilo narrativo tienen su aquel. Creo que lo que más me atrae de estas tramas es la posibilidad de que todo comience con el adiós. Que podamos ser espectadores de lo que ocurre a partir de entonces o de lo que sucedió antes es una gozada: estimula al voyeur que todos llevamos dentro y nos ayuda a comprender cómo se ha construido el presente.
Hace ciento veinte años, en enero de 1905, un millar de manifestantes fueron asesinados a las puertas del Palacio de Invierno, en San Petersburgo. La residencia del zar Nicolás II fue testigo de aquel Domingo sangriento, como pasaría a la historia la efeméride. Eran trabajadores que se manifestaban para reclamar mejores condiciones laborales y un salario más justo. Para certificar que sus intenciones eran pacíficas, iban pertrechados con símbolos religiosos y portaban retratos del zar. No obstante, ni el poder divino ni el terrenal los protegió de las balas que el gran duque mandó que lanzaran contra ellos. Aquel domingo negro terminó de abrir la puerta del desencanto del pueblo con el régimen zarista y fue uno de los detonantes de la Revolución rusa de 1905.
Y es que la cosa en este 2025 que acabamos de estrenar va de aniversarios. El que nos toca más de cerca también tiene que ver con la muerte. Se cumplirán cincuenta años desde que Franco pasara a mejor vida, si es que eso era posible en su caso. Murió en la cama, en el cargo y en la indecencia. Todo junto y por su orden. Nadie asaltó su alcázar para acabar con él. A los pies de su cama: mucha medallita y hasta algún brazo incorrupto.
A las puertas del palacio donde agonizaba: periodistas, curiosos y plañideros, pero no manifestantes. Murió, como a este país se le iba muriendo la hipocresía: lentamente y con mucho estertor. Le dio tiempo en cuarenta años de dejarlo todo tan bien atado que se aseguró de proporcionar a los suyos un colchón bien mullido y hasta un pasado de cierta y abyecta gloria. En muchos sentidos, este país nuestro sigue siendo de sus huestes.
Para este año, el Gobierno ha anunciado la celebración de un centenar de actos que conmemorarán la muerte del dictador. “España en libertad” lo han llamado. No es que la libertad llegara inmediatamente con el fallecimiento de Franco ―entre otras cosas, porque cascó solito y de viejo―, pero tuvo que ocurrir para poder mirar hacia adelante con algo menos de asco y de miedo. Conviene no olvidarlo.
Hace un par de días, a las puertas del museo donde se presentaban los fastos, unos cuantos nostálgicos se reunieron para insultar a la madre de Sánchez, dejando muy a las claras que hay mierda aún sin enterrar. Y los que heredaron el reino de manos del dictador no han acudido al evento. Se ve que no han encontrado hueco en sus apretadas agendas entre rascada de real huevo y comisión borbona para acordarse de sus muertos.
Esta semana, miles de personas han celebrado en las calles de Francia la muerte de Jean-Marie Le Pen, líder de extrema derecha y fundador del Frente Nacional francés. Tenía noventa y seis años. Las historias que comienzan con la muerte del personaje prometen, como este 2025.