La brillantez intelectual va acompañada, de tanto en tanto, con problemas mentales. La distancia entre el genio y el loco puede ser más reducida de lo que acostumbramos a imaginar. La filosofía es, en teoría, el ámbito de la razón, pero los filósofos, como seres humanos que son, también están sujetos a la posibilidad de que su comportamiento sufra desequilibrios más o menos graves.
Pensemos, para empezar, en Friedrich Nietzsche (1844-1900). El comienzo de su locura puede datarse en un día concreto, el 3 de enero de 1889. Ese día salió de su casa, solitario y absorto en sus pensamientos como siempre. La crisis nerviosa de desencadenó cuando vio a un cochero maltratar con brutalidad a su caballo. Indignado, trató de proteger al animal con sus brazos y fue entonces cuando se derrumbó. Cuando le devolvieron su domicilió, pasó varios días comportándose de una manera errática. Balbuceaba, gritaba, desvariaba… Se ponía frenético cada vez que interpretaba, al piano, la música de Wagner. Finalmente, fue internado en manicomio. Es posible que su demencia se debiera a una sífilis, enfermedad de transmisión sexual por entonces incurable a falta de antibióticos.
Los médicos esperaban que Nietzsche sobreviviera solo un par de años. Transcurrieron, sin embargo, once años hasta su muerte. Ese tiempo manifestó delirios de grandeza, manía persecutoria y fantasías eróticas. En una ocasión, por ejemplo, se jactó de que había pasado una noche con veinticuatro prostitutas. Curiosamente, en sus intervalos de tranquilidad, aún era capaz de exhibir encanto. Como cuando le pedía a su médico, sonriente, que le proporcionara “un poco de salud”.
Ante su incapacidad para valerse por si mismo, su madre, Franziska, asumió su custodia. Sin embargo, el día se escapó y se desnudó en público. Lo más probable es que quisiera darse un baño. La policía le detuvo y lo devolvió a casa.
El caso de Louis Althusser (1918-1990) sería mucho más polémico por sus trágicas consecuencias. Este filósofo francés se hizo famoso en los años sesenta por su reinterpretación de Marx, hasta el punto de convertirse en una especie de estrella del rock del pensamiento de izquierdas. En 1976, cuando visitó España, demostró un apabullante poder de convocatoria. En una conferencia que pronunció en Madrid congregó a tres mil personas. En otra, que tuvo lugar en Granada, a cinco mil.
Mientras tanto, en su vida privada, el autor de La revolución teórica de Marx mostraba claros signos de inestabilidad mental. Ya en 1947, por una psicosis maniaco-depresiva, había sido internado. El resto de su vida sufrió periodos intermitentes de enfermedad, de las que pudo salir adelante gracias a su esposa, Hélène Rytmann, que en esos momentos cogía el timón de sus asuntos y se ocupa de todas las cuestiones prácticas, como atender el teléfono y la correspondencia, o informar a las personas de su círculo social del estado del filósofo.
Esta forma de vida, como es lógico, desquiciaba profundamente a Hélène. Tenía que repetir la misma historia sobre su marido a todo el mundo mientras muy poca gente tenía la delicadeza de preguntarle a ella por su estado, como si fuera poca cosa soportar a un compañero que, en medio de sus crisis, no se mostraba precisamente amable.
La tragedia se desencadenó en 1980, cuando Althusser estranguló a su esposa en el apartamento que ambos compartían en París. Mientras le daba un masaje en el cuello, se dio cuenta, de pronto, de que su cuerpo estaba inmóvil. No llegó a ir a la cárcel porque el juez, siguiendo el consejo de tres expertos, dictaminó que no era dueño de sus actos en el momento del homicidio. Esta decisión suscitó polémica de inmediato. Para la derecha francesa, la izquierda había maniobrado para que uno de los suyos no ingresara en prisión y terminara en una institución psiquiátrica.
En El porvenir es largo (Destino, 1992), su autobiografía, publicada póstumamente, el pensador dio su versión de los hechos. Hélène lo era todo para él, según afirmó. La había matado sin darse cuenta de lo que hacía, en un ataque de severa confusión mental. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho llamó de inmediato a un médico, pero ya era tarde para reanimarla. Ella no se habría defendido. Según Althusser, deseaba morir porque estaba cansada de sus continuos sufrimientos. Su fin, por este motivo, habría sido un “suicidio por persona interpuesta”. Desde esta óptica, el teórico habría llevado a cabo con su esposa una especie de eutanasia.