Aparentemente, no existe relación alguna entre la felicidad de la ciudadanía y la Constitución, norma fundamental que regula las cuestiones esenciales de la organización de una sociedad, desde los elementos esenciales de las instituciones del Estado, hasta los derechos, libertades y obligaciones de los ciudadanos y los mecanismos para hacerlos efectivos, en el marco de los objetivos sociales y económicos del Estado.
En la historia del constitucionalismo español encontramos un precedente de relación entre Constitución y felicidad, la Constitución de Cádiz de 1812. En este primer texto constitucional de nuestra historia, encontramos en su artículo 13, la siguiente proclamación: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”.
Esta proclamación de nuestro primer texto político fundamental tiene unos procedentes históricos claros. Unos años antes, el producto jurídico más importante de la Revolución Francesa de 1789, que fue la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada el 26 de agosto de 1789, aludía en su preámbulo a la felicidad como objeto del Gobierno de la Nación: “Los Representantes del Pueblo Francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los Gobiernos, han resuelto exponer en una Declaración solemne los derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre; para que esta declaración, estando continuamente presente en la mente de los miembros de la corporación social, les recuerde permanentemente sus derechos y sus deberes; para que los actos de los poderes legislativo y ejecutivo, pudiendo ser confrontados en todo momento con los fines de toda institución política, puedan ser más respetados; y para que las reclamaciones de los Ciudadanos, al ser dirigidas por principios sencillos e incontestables, puedan tender siempre a mantener la Constitución y la felicidad de todos”.
Y, a su vez, también nuestra primera Constitución tuvo como influencia el artículo primero de la Declaración de Derechos de Virginia de 1776, prefacio de la actual Constitución de Estados Unidos. Dicha declaración, uno de los textos emblemáticos del constitucionalismo universal, proclama: “Que todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes, y que tienen ciertos derechos inherentes de los que no pueden privar o desposeer a su posteridad por ninguna especie de contrato, cuando se incorporan a la sociedad; a saber, el goce de la vida y de la libertad con los medios de adquirir y poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la seguridad”.
Nuestra actual Constitución (1978), que el pasado 6 de diciembre de 2023 cumplió ya 45 años, no alude expresamente a la felicidad como derecho o como aspiración del Gobierno. En la actualidad, quizá habría que interpretar que el derecho a la felicidad está implícito en el concepto de Estado Social, en la obligación de los poderes públicos de remover los obstáculos que impidan que la igualdad sea real y efectiva para todos los ciudadanos, esa cláusula social de nuestro actual Estado consagrada en el artículo 9.2. Formalmente, somos todos iguales ante la ley, pero para hacerlo realidad son necesarias actuaciones públicas concretas.
En nuestra actual Constitución el derecho a la felicidad se conseguiría si se garantizan desde servicios públicos cuestiones esenciales para la calidad de vida de los ciudadanos, que contribuyen de manera directa a la felicidad colectiva: educación, sanidad, vivienda, empleo, protección económica en situaciones de desempleo, medio ambiente, acceso a la cultura o protección de la infancia y la tercera edad entre otros, todos ellos contenidos de un verdadero Estado del Bienestar. No olvidando la principal obligación que inserta nuestra Constitución, que es la de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos (artículo 31), sin la cual la efectividad de nuestro Estado social no sería posible.
En estas primeras tres décadas del siglo XXI, por diferentes motivos y tendencias políticas, se ha cuestionado desde algunos ámbitos de decisión la pervivencia de este sistema de derechos sociales, sobre todo desde posiciones de liberalismo económico contrario a una acción estatal de impulso de la igualdad, y, por consiguiente, se sigue poniendo en riesgo la felicidad colectiva entendida como aseguramiento de unos niveles mínimos de calidad de vida. En estas fechas de 2024 estamos asistiendo a planteamientos políticos y legislativos tanto a nivel global como nacional, contrarios claramente al Estado social, que hemos de considerarlo como la gran conquista del constitucionalismo actual, con la igualdad real de toda la población y la dignidad en las condiciones materiales de vida como grandes objetivos comunes.
Es claro que la efectividad de esos importantes derechos sociales fundamentales es clave para asegurar al individuo autonomía y dignidad como ciudadano pleno en condiciones de igualdad. En este sentido, la Asamblea General de la ONU aprobó en 2011 que la búsqueda de la felicidad es un objetivo humano fundamental, e invita a los Estados miembros a promover políticas públicas que incluyan la importancia de la felicidad y el bienestar general de la ciudadanía. Y, desde luego, varios de los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) aprobados en 2015 (fin de la pobreza, hambre cero, salud y bienestar, educación de calidad, trabajo decente, reducción de las desigualdades, entre otros) tienen como objetivo final conseguir bienestar material para la humanidad, y, por tanto, la felicidad de todos los seres humanos.
Este debería ser el programa de todos los poderes públicos, nacionales y globales, en su conjunto.
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