La arquitectura es el testigo insobornable de la historia. Eso dijo Octavio Paz y, con el paso de los años, se ha convertido por razones obvias en una de las frases favoritas de los arquitectos. Y es que, de alguna forma, lo construido permanece incluso cuando se desmorona. En 1504 el concejo de Zaragoza mandó alzar una torre civil para albergar el reloj público y las campanas que iban a regular la vida de la ciudad. Recibió el siempre anacrónico nombre de “Torre Nueva” y fue la torre mudéjar más famosa de la ciudad de Zaragoza. Debe de ser cierto aquello de que le damos forma a nuestros edificios y después ellos nos conforman a nosotros. Churchill sabía de esas cosas.
Poco después de su construcción, la torre empezó a inclinarse hasta alcanzar una desviación respecto a la vertical de casi tres metros. Aquello la convirtió en la torre inclinada más famosa de España, reproducida en grabados y fotografías a lo largo de los tiempos que conoció en pie. Los motivos de su inclinación van desde lo más prosaico a lo más poético, de las prisas en su cimentación a la fuerza del característico viento cierzo aragonés, que lo dobla todo. Desde el mismo siglo XVI, la torre se convirtió en un símbolo de la ciudad. Durante el célebre episodio de los Sitios en la Guerra de Independencia contra los franceses, la torre se empleó para vigilar los movimientos de las tropas enemigas y dar aviso en caso de peligro. A la manera de las famosas torres inclinadas gemelas de Bolonia.
En 1892 el Ayuntamiento de Zaragoza decidió demolerla, arguyendo la inclinación y la presunta ruina de la obra, aunque aquello resultaba más que dudoso. La decisión contó con la oposición de muchos intelectuales y de parte de la población, pero los esfuerzos por salvarla fueron en vano. Un año después ya no estaba. Hoy podemos encontrar una silueta circular en la plaza de San Felipe que rinde homenaje al monumento perdido en el lugar que un día ocupó. Lo más curioso es que entre distintas generaciones contemporáneas de zaragozanos existe un cariño especial por aquel edificio del siglo XVI que nunca llegaron a conocer. Debe de ser cierto aquello de que los lugares tienen poder. Más allá de sus muros está su alma, y esa no se desmorona aunque les arranquen las piedras.
Esto del alma y los edificios está muy presente hoy en mí. Hoy se cumplen veinte años de la inauguración de un edificio. Tan solo un edificio, pero para unos cuantos, todos los que hemos conformado parte de nuestra historia entre sus paredes, es mucho más. Nuestra Facultad, aquel edificio que nos vendieron como “inteligente” pero del que un buen día empezó a salir agua del techo y que se parecía más a un instituto enorme que a una rancia sede de la Academia. Al que tardaba hora y pico en llegar en bus y al que le debo tantas buenas lecturas. Aquella Facultad de Comunicación de Sevilla que nos ha visto nacer como plumillas a tantos, que nos ha hecho forjar las amistades más profundas y los amores más intensos. La “Facultad nueva” que cumple dos décadas. El edificio que nos ha conformado a nosotros.