El falangista que dio belleza al mundo

Vamos a dejarnos de historias y vamos a leer. Leamos estos poemas y veamos qué arrojan al mundo

Foto busto

Poeta y filólogo

Agustín de Foxá.
Agustín de Foxá.

Hace poco escribía Luis Antonio de Villena para The Objective un artículo donde glosaba vida y obra de Agustín de Foxá, poniendo el foco en lo buen escritor que era. Y qué razón tiene. Qué buen poeta es el conde de Foxá. Estamos hablando de que Foxá fue un aristócrata y diplomático falangista perteneciente al círculo más cercano de José Antonio Primo de Rivera, siendo uno de los intelectuales fundamentales de Falange. Tanto es así que colaboró junto a otros como Dionisio Ridruejo y Sánchez Mazas en la escritura del “Cara al Sol”. Esto ha producido un firme rechazo a la hora de acercarse a su obra; no en vano finaliza su artículo Villena afirmando que es consciente de que no es políticamente correcto escribir un artículo hablando bien la obra de este escritor. Y recalco: estamos hablando de su obra, no de sus ideas políticas. Pues resulta que esto no está bien tampoco. Pensaba que esto, al menos, acercarnos a los escritores sin tener en cuenta sus ideas políticas, ya se podía. Y yo me pregunto: ¿cuánto tenemos que esperar para que finalmente podamos leer tranquilamente e incluso alabar la figura de un poeta como Foxá, pese a que no comulguemos con sus ideas?, ¿cuándo dejará de ser algo “políticamente incorrecto”?

Alguno dirá a estas alturas que, política aparte, tampoco es Foxá precisamente Rilke, Juan Ramón o Eliot como para que urja tanto su rescate. Que no deja de ser un poeta menor. Pero ay, son tantos los poetas “menores” que se estudian y que leemos con interés… Me pregunto: ¿es peor poeta, acaso, Foxá que Celaya? No lo creo. Hay una magnífica antología publicada en Renacimiento en la encomiable colección de rayas, que tan buenos rescates ha hecho (¡qué descubrimiento fue leer a Julio Mariscal!), y que lleva por título Ciudad en la niebla. Allí encontramos a un poeta estupendo, un poeta que me hubiese gustado conocer cuando estudiaba Filología Hispánica. Yo terminé la carrera en 2016 y no leímos un solo poema de Agustín de Foxá, ni de Luis Felipe Vivanco, José María Souvirón, Rafael Sánchez Mazas o Dionisio Ridruejo. Todos ellos eran los garcilasistas, ese cajón de sastre —me dieron a entender— de la mediocridad.

Los arraigados: los malos en lo político y en lo poético también. Donde, por cierto, también se incluía a Luis Rosales y a Leopoldo Panero, posiblemente dos de los mejores poetas de aquella primera generación de posguerra junto a Ángela Figuera, José Hierro o Blas de Otero. Pero, a estas alturas, sabemos que la historia de la literatura tiene más que ver con pertenecer a un grupo afortunado que con ser un buen escritor. ¿Por qué Foxá no y sí Julio Aumente, por ejemplo? Y no me malinterpretes, lector: no digo que pongamos a Foxá y quitemos a Julio Aumente (que me encanta, y encima es andaluz), simplemente propongo una difícil solución, una pirueta imposible: ¿y si los leemos a los dos? ¿Vamos a dejar de leer a Gil de Biedma por lo que dice que hacía en Manila en sus diarios o, siendo más justos, vamos a hacer lo propio con Céline y condenar a la hoguera su Viaje al fin de la noche, con pasajes tan maravillosos como el que abre La gran belleza de Sorrentino? Un momento…, ¿qué hace Sorrentino leyendo a Céline? ¿E incluyendo una cita al principio de su película? No serás filonancy, ¿verdad, Sorrentino?

En fin, este es el viejo debate de la obra y el autor. Un debate trillado y, por tanto, mortalmente aburrido. Propongo algo: detengámonos simplemente en la poesía de Foxá, una poesía no de un falangista, sino de un ser humano. Un ser humano que abordó los grandes temas que nos atañen a todos, los grandes temas de siempre. ¿No merece la pena que nos acerquemos a la emoción de su poema “Melancolía de desaparecer”, ese juanramoniano texto que comienza diciendo “Y pensar que después que yo me muera / aún surgirán mañanas luminosas, / que bajo un cielo azul la primavera / indiferente a mi mansión postrera / encarnará en la seda de las rosas” y que termina con el desaliento de los versos finales, que suspiran “y pensar que no puedo en mi egoísmo / llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja, / que he de marchar yo solo hacia el abismo / y que la luna brillará lo mismo / y ya no la veré desde mi caja”? 

Supongo que tampoco debemos acercarnos a esos poemas, magníficos, que recuerdan en algo a las Odas elementales de Neruda como “Los pescados muertos”, donde la sensibilidad del poeta se posa en los pescados que se venden en las pescaderías —“En las pescaderías hay olas despojadas”— para culminar diciendo: “Hay carnes de tormenta en modestas cocinas, / y al salir la tostada luna entre los faroles / un ansia de marea mueve estos cuerpos muertos / que, a través de los cierres, escuchan a la lluvia / como rondalla última que les envía el mar”. Ni a ese hastío que destila el poema “Ciudad de niebla”, el hastío que se vive en ciertas ciudades de provincias donde todos están condenados a repetir la misma historia abandonando sus sueños, en el que el estribillo expresa la circularidad, el determinismo, del que es tan difícil salir. O no debemos acercarnos a “Poema del tedio del mundo actual”, un texto donde se desgrana con —tanta— lucidez el horror de las sociedades modernas, donde dice el poeta en el siguiente extracto: “Se ha muerto / la fantasía y el mundo… y nada. / Se ha decretado el tedio. / El hombre-masa sin infierno o cielo, / humo en pobre chaqueta. / Naciendo  y almorzando. / Reproduciéndose / entre panales de cemento. / Muriendo sin saber. / Nicho y cuna / y en medio / unas horas de cine o de teléfono. / Escuadras de ataúdes / hacia la nada… / Ni un Dios, desnudo, arriba / incendiando los sueños [...]”. 

Vamos a dejarnos de historias y vamos a leer. Leamos estos poemas y veamos qué arrojan al mundo. Si podredumbre o belleza. Y si es belleza lo que aporta, no la dejemos pasar: la belleza mejora el mundo siempre. No renunciemos a la belleza, venga de donde venga. Hagámonos ese favor.

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