El lagarto está llorando, la lagarta está llorando, el lagarto y la lagarta con delantalitos blancos. ¿Cuántas veces habremos enseñado estos versos de Lorca las maestras de los primeros cursos de Primaria?
El 18 de agosto de 1936, entre Víznar y Alfacar, en una antigua colonia infantil, el sol capitán redondo con su chaleco de raso ya no volvió a encontrar a Federico. Trataron de matar la poesía fusilando a un poeta, porque la libertad no les cabe en la cabeza y porque en eso consiste toda la estrategia del fascismo.
Quizá haya quienes anestesien su memoria pensando que es posible cantar su vida sin contar su muerte, yo no lo creo posible. Si la vida es conjugar, es amar, temer y partir del mundo a ráfagas; llegar, ver y morir a la fuerza antes de tiempo; soñar, padecer y resistir en la memoria hasta hacernos cantar y reír con sus poemas sin saber que son suyos o de todas o de nadie, porque esa es la forma en la que los poetas se convierten en pueblo y viven para siempre.
Ser pueblo donde quiera que vayan, ser poeta en Nueva York para las multitudes de los desheredados, de los negros que habitan en los límites de Harlem, reunirse en Buenos Aires con Neruda y viajar a cualquier pueblo de Argentina como agentes de la poesía secreta o escribir en gallego sobre la lluvia en Santiago y los niños tenderitos de los emigrantes.
Tuvimos que aprender a explicar a nuestros alumnos que el único motivo de los verdugos de Lorca fue que su vida era un verso irregular, un verbo suelto -le gustaba jugar con los verbos y los versos- que era el verbo amar a la gente, ser de izquierdas, entender las fuerzas emotivas del mundo, leer en el corazón de su pueblo, extender el saber y la alegría con la bandera de la libertad.
Tendríamos que poder contar la historia simplemente, sin complejos ni reservas, sin temor a que los abogados de los miserables nos estampen sus misales y doctrinas en las puertas de las escuelas públicas, que ya estamos cansadas de que nos hagan oír tantos rosarios y tantas letanías.
Y, sin embargo, eso es lo que las mentes estrechas piden a las escuelas. Para no despertar conciencias, olvidar; para no reconocer, desvanecer. Para no discernir, eludir la pena y la verdad, que es esa forma de mentir que te deja dos veces sin defensa y que deja a la infancia que pregunta mil veces sin respuesta. Se les olvida a los turbios y sombríos que no existe la pedagogía de la desmemoria.
Se nos exige hacer como si el mundo estuviera exento de los miserables, cuando nuestro deber es explicar de verdad y apasionadamente que fue un final amargo y cruel, que el relato de su muerte se resiste a las equidistancias, que no podemos ser neutrales ante el asesinato, porque callar nos convertiría en cómplices de los verdugos.
Propongo que, frente a la infamia y la barbarie, se levanten frescas y limpias nuestras conciencias insurgentes de maestras y maestros.
Porque los niños y las niñas preguntan, quieren saber y tienen derecho a saber, porque para eso van a la escuela, y yo no podría decirles sin más, y sin mentir, que a Federico se lo llevaron las hadas y ahora se pasea con ellas por las ramas del laurel, cuando sabemos de sobra que fueron los orcos del fascismo quienes le arrastraron a un barranco y sigue aún en donde no sabemos.
"¿Y dónde vive Federico?". "Federico murió, vivía en Granada". "¿Y de qué se murió?", pregunta la pequeña, con ese espíritu curioso, desprejuiciado y libre de las mentes que despiertan.
Y ese es el momento en que las respuestas te pueden poner al borde de la mirada histérica del club de los ofendidos inflamables, que no son padres ni madres del AMPA de tu cole público, sino más bien de colegios con nombres tan sugerentes como Esclavas de esto y aquello o Rebaños del más allá. En resumen, de centros en los que -vaya por dios- a su entender no se adoctrina.
Pero ese es también el momento en que la sabiduría de los niños te resuelve la ecuación emocional con la verdad desnuda: "Yo lo sé, seño, me lo ha dicho mi padre. Es que hubo una guerra y ganaron los malos".
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