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Feria del Caballo de antaño.
Feria del Caballo de antaño.

Conocí la Feria siendo muy joven. Mis padres nos llevaban a mis hermanos y a mí a un recinto donde había coches, mucha gente y un bullicio que, para nosotros, ya era toda una fiesta. No entrábamos en muchas casetas —solo en algunas, las que nos dejaban— y llevábamos la comida de casa. Como quien va de excursión al campo. Los más afortunados nos hacíamos una foto junto a un caballo de cartón, nos montaban en un tiovivo y nos compraban un globo. Y con eso éramos felices.

La feria de entonces, tanto la del Caballo como la de la Vendimia, tenía su propio mapa social: por un lado, las casetas de ladrillo, bien asentadas, propiedad de militares, familias de renombre o aspirantes a señoritos de toda la vida. Para el resto, los de a pie, no había muchas puertas abiertas. Ni siquiera ventanas.

Ya en la adolescencia, intentábamos arrimarnos a aquellas casetas donde parecía haber algo más de ambiente juvenil. Pero no era tan fácil. Que si no ibas vestido como Dios manda, que si la invitación era imprescindible… siempre había una excusa, normalmente disfrazada de protocolo. Y claro, nos moríamos de envidia. No por el flamenco —que, dicho sea de paso, no aparecía por ningún lado— sino por los guateques, que eran lo que entonces nos hacía vibrar. Y eso era lo que queríamos oír. Lo otro, si sonaba, no nos llegaba.

De aquella feria no recuerdo haber oído flamenco. Quizá alguna sevillana suelta, o una rumba despistada. Pero flamenco, lo que se dice flamenco, ni rastro. La música venía de otro lado, de uno con luces de colores y ritmos más bailables.

Y la comida… ay, la comida. Lo de siempre, tortilla de patatas, pimientos fritos, tomates aliñados o filetes con patatas. Vino, cerveza, como mucho y en los puestos callejeros, lechuga con sal y vinagre, manzanas con caramelo y esos turrones de los puestecillos junto a las entradas, imprescindibles para llevar a casa de vuelta de la juerga.

Con la democracia llegó también otra forma de entender la feria. Pedro Pacheco hizo lo que nadie antes se atrevió: abrir las puertas, derribar muros —literal y figuradamente— y convertir la feria en algo grande. Dejó de ser un cortijo con farolillos y se volvió una fiesta de todos. Popular, y de paso, internacional. La envidia de media España.

Y ahora, resulta que hay quienes pretenden darnos lecciones de "tradición". Resulta, cuando menos, vergonzoso. Porque, díganme: ¿dónde situamos exactamente esa tradición?

Si nuestros padres o abuelos levantaran la cabeza y vieran que la bebida estrella de la feria es el rebujito —fino con Seven Up y un ramito de hierbabuena—, se volvían a enterrar del susto. Y si escucharan a Tomasito, o algunos temas de Camarón o José Mercé en versión verbenera, o vieran casetas animadas al ritmo de Siempre Así, La Macarena de Los del Río o el eterno Bamboleo de los Gipsy Kings… ¿eso es flamenco o estamos en una sesión remember de los noventa?

¿Comidas y bebidas tradicionales, dicen?

Y no hablemos ya de las ostras, las langostas, los percebes, el Moët Chandon o un Ribera del Duero servido en copa fría. ¿Comidas y bebidas tradicionales, dicen? Porque a mí, que conste, todo eso me encanta. Pero no nos engañemos: de tradicional no tiene nada pero de postureo, mucho.

Porque lo que realmente molesta no es la música, ni la comida, ni siquiera la decoración de las casetas. Lo que les incomoda es que esta feria siga siendo abierta. Para todos. En todo momento. Lo que molesta es no poder marcar territorio con cintas doradas y guardias de seguridad. Lo que algunos quieren preservar, en realidad, es el uso exclusivo de las mejores calles, para poder sentirse distintos. Es una forma más —ya poco disimulada— de recuperar el elitismo de siempre. Ese que ya pensábamos, ingenuos de nosotros, que habíamos superado. Ese de sentirse señoritos por un ratito, aunque sea alquilando la pose.

Y lo peor es que, con ese gesto, quieren robarnos lo más genuino, lo que realmente ha hecho que la Feria de Jerez sea admirada dentro y fuera: su apertura, su alegría compartida, la posibilidad de que cualquiera, sea quien sea, entre en una caseta y se sienta parte de la fiesta.

Porque eso, señores, sí que es tradición. Nuestra mejor tradición.

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