Apenas concluida hace unos días la XXVII edición del Festival de Jerez, proliferan juicios llegados desde distintos ángulos y diferentes agentes de la ciudad que lo acoge. Entre esos juicios u opiniones, resulta recurrente —no ya de forma sorprendente, porque es cosa antigua— el recurso a la cuestionable vinculación del evento con el propio Jerez: que si sigue «sin cautivar» a los jerezanos, que lo viven como «ajeno a la propia ciudad», «una asignatura pendiente» …
Son, qué duda cabe, opiniones más que respetables, pero que me parece que ignoran la naturaleza —y la propia concepción—de esta cita, que ha situado a nuestra ciudad en el mapa internacional como quizás nunca lo había hecho nuestra rica e inigualable tradición, nuestra incomparable herencia de artistas y creadores en cualquier disciplina sea del cante, del toque o del baile. Los modos de difusión en el siglo que vivimos — para qué engañarnos—son muy distintos a los de los dos últimos milenios.
Pero, insisto, lo que más me llama la atención es el desconocimiento de una serie de conceptos que son básicos e inherentes a la muestra, porque el Festival se trata de eso, de una muestra o escaparate de la escena del baile flamenco y de la danza española que, de manera privilegiada, se celebra en nuestra ciudad, porque fue la que la creó.
Se obvian —o ignoran— conceptos como, por ejemplo, el que esta cita —como ya he defendido en diferentes ocasiones— fue diseñada como una presencia de Jerez fuera de Jerez, un elemento de atracción externa, no precisamente pensado para el consumo doméstico, sino para traer hasta aquí a un público extranjero, que no ha dejado de crecer desde su fundación y es el que lo sostiene desde sus primeras ediciones, y lo ha sostenido en los momentos más acusados de crisis: la primera, la financiera, y la segunda la de salud.
Ese desconocimiento provoca la más que repetida alusión a que el evento no mira de manera suficiente a la localidad anfitriona y, si me apuran, cosa estridente, también se alude a sus costes. En cuanto a la primera cuestión, pienso que sería necesario preguntar a los artistas locales, especialmente a los que han desarrollado carreras artísticas en el Festival y han podido presentar sus creaciones a lo largo de estos años. También a los guitarristas y cantaores que, de forma menos llamativa, trabajan cada año en las decenas de los cursos de formación oficiales que se imparten. O a la industria local, que recibe diversos contratos de servicios, iluminación o sonido. O a los hosteleros y restauradores.
Son muchas las repercusiones y el impacto económico y el retorno que la cita genera. Algo que nunca se ha cuantificado ni publicitado de manera suficiente, mientras sí se publicita (y mucho) el de otros eventos. El único estudio realizado a esta la fecha proviene de 2007, lo realizó la Universidad de Cádiz y constató que, del total del presupuesto, tan solo la mitad iba destinado a gastos artísticos, y el resto revertía en la industria local por medio de la contratación de los servicios antes señalados.
Con este Festival, Jerez cuenta con una cita cultural que es referente internacional, un instrumento único y singular que ya querrían tener otras ciudades, pero que es nuestro, por más que el modelo se imite casi desde su creación. Pero ni Jerez ni sus agentes terminan de creérselo, de la misma manera que parecen ignorar el valor de la imagen que proyecta de la ciudad, con su creciente e incuantificable repercusión en los medios de comunicación, además del citado impacto económico. Por el contrario, casi se cuestiona (¡ay, de esa querencia secular de las civilizaciones a la autoinmolación!).
El Festival de Jerez, en mi modesta opinión, es un inmenso patrimonio que esta ciudad debiera defender, como lo hacen otras ciudades con los suyos. Y defenderlo implica conocerlo —asistiendo, por ejemplo, a sus espectáculos—, quererlo y apoyarlo, sobre todo desde las instancias a las que les corresponde. Así sea.
Fermín Lobatón es autor de Bailando en plata. 25 años del Festival de Jerez. (Peripecias Libros, Jerez 2021)