Muchas voces se están alzando últimamente en defensa de la filosofía: algunas reivindicando su discutida utilidad; otras, su función alexítera de contrapeso frente a dogmatismos varios; algunas más encareciendo su bondad democrática. Este derroche de virtudes catalogadas (me he quedado corto) llega tan lejos que hasta se envidia aquellos momentos en que un filósofo esclavo servía al dueño de la casa en tiempos antiguos (Diógenes de Sínope fue comprado en un mercado de esclavos al grito de quién quería uno que supiera mandar). Se olvida interesadamente que muchos e ilustres de nuestros cofrades han defendido que la filosofía, mal que nos pese, es un lujo inútil, que no puede haber crítica sin dogma (para Kant, Descartes y Leibniz eran dogmáticos, por ejemplo), que Sócrates murió ajusticiado en plena restauración democrática (hasta el punto de que algunos defienden que se dejó morir para chincharla). En fin, que Marx alababa la posición aristotélica prohibiendo el ejercicio de la filosofía a los esclavos frente a la humanitaria complacencia de estoicos, tan dispuestos ellos a aceptar a todo el mundo, pues no en vano el pensamiento seguía siendo libre aun cuando el cuerpo estuviera lleno de cadenas.
Se olvida, además, que no hay filosofía, sino en todo caso filosofías y hasta solamente filósofos, los cuales, almas de Dios, se apresuran a armar movimientos o sistemas como si la vida les fuera en ello: pensemos en un Husserl o en Markus Gabriel (obviando que solo haremos filosofía si no sabemos que la estamos haciendo). Pero, dejando ahora de lado estas fruslerías escolastizantes, pecadillos nuestros, es la ventaja que tenemos frente a la ciencia, así, con mayúsculas. Oímos a todas horas cosas como "lo que dice la ciencia" o "hagamos caso a los científicos" para tal o cual asunto. Evidentemente, estamos siendo algo injustos con la propia ciencia (que, beneficiada por la injusticia, calla como sota de la baraja), pero ¿aceptaríamos algo parecido en nuestro caso: cosas como "lo que dice la Filosofía" o "lo que dicen los filósofos"? Sería absolutamente incomprensible: no sabríamos a quién acudir. Pero es que está bien que sea así, aunque no nos demos cuenta.
En consecuencia, ¿cómo hacer frente común en defensa de algo que se resiste a ser considerado de manera unitaria, refractario a cualquier totalidad? Pues nada: haciendo trampas. Sustancializando la cosa, hipostasiando ese todo incierto. A partir de ese momento, ya podremos meter en ese saco, vacío como el ojo de un tuerto, cualquier cosa. Solo hace falta un poquito de maña y de cuidado para que no se nos cuelen, como patatas podridas, valores y contenidos que no estén a la presunta altura de los tiempos, no vaya a ser que no nos sirvan para pensar el presente, esa cursilería que sirve de bienintencionado título de congreso cada dos por tres. De esta manera, el filósofo, convertido en un amable hombre del saco, dará sus clases chips y las aderezará de jamón o de queso, de salsa barbacoa o de ajo y cebolla, para deleite de sus alumnos.
Pero, claro, nuestros políticos son perfectos valedores de nuestros usos y costumbres y saben que hay que cuidar de la alimentación de los alumnos. No les falta razón, pues alumno es precisamente el que se nutre o alimenta: el mamoncete. Y hay que alimentarlo en condiciones y con fundamento, como dice alguno que todavía no se atreve a deconstruir sus platos, probablemente porque no ha leído a Heidegger o a Derrida, así que no queda más remedio que presentarles una buena fundamentación de derechos humanos, de civismo, de espíritu emprendedor, unas buenas viandas de criticismo sobre delicuescentes contenidos (el contenido siempre es joven, decía Hegel y recordaba Althusser), una pluralidad de perspectivas que no sea descrédito de sí misma (es decir, pot pourri), una buena ración de historia de la filosofía, dejando bien clara la importancia del contexto, porque de lo contrario corremos el riesgo de que a los alucinógenos argumentos de Gorgias, por ejemplo, se les ocurra sobreponerse a su historicidad. De hecho, todo es muy sencillo: se confunde pensar bien con pensar lo bueno, lo cual, como ya sabía Platón, está más allá de todo esto y hasta de todo aquello.
De esta manera, los apesadumbrados profesores de virtud que somos los profesores de filosofía apenas si podemos salir de nuestro asombro cuando se nos castiga institucional y laboralmente habiendo sido tan buenos vasallos. ¡Ay! Pero seamos claros, compañeros. ¿Es que la policía es tonta? ¿Acaso no sabéis que se han enterado de que muchos de vosotros obligáis a vuestros alumnos a leerse la República de Platón en vez de, únicamente, el fragmento correspondiente de la prueba de acceso a la universidad? ¿Que explicáis lógica trivalente cuando eso no entra en el temario de primero de bachillerato? ¿Que vuestros alumnos se aprenden de memoria, y a veces en alemán, el imperativo categórico de Kant? ¿Que utilizáis algunas horas de Psicología para hablar de Descartes o Platón, de Aristóteles y Wittgenstein, en vez de atender estrictamente a las unidades didácticas? ¿Que insistís en las inconsistencias lógicas de la Declaración Universal de Derechos Humanos? ¿Es más, que decís con impunidad que no hay derechos universales, sino que lo universal es la Declaración? ¡Ah, pillines! Que sí, que somos muy listos, y la razón nos asiste, pero resulta que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos. Y nos han pillado: surfeabais las diferentes legislaciones porque, después de todo, la lógica del concepto os lo permitía, pero he aquí que la lógica del mundo ha dicho que basta. Y no puede ser, tunantes. Dos cosas cabe hacer, por tanto; la primera, suplicar el favor, mostrando arrepentimiento; la segunda...