Cabalgamos la tercera década del siglo XXI, y aun más rápido, sigue avanzando la ciencia, la tecnología; con ellas la globalización del comercio, la desigualdad social, la especulación financiera, el deterioro ambiental, la pérdida de biodiversidad, la desertización, la contaminación de los océanos... Se calcula que a pesar del covid, las emisiones globales de gases efecto invernadero alcanzarán este año otro aumento histórico.
Esta crisis global causada por un patógeno sanitario está trayendo también aprendizajes. El papel esencial de colectivos profesionales que teníamos desatendidos, la función esencial del sector primario, la autonomía y el acceso a la información gracias a la conexión global, la vulnerabilidad y dependencia del ambiente urbano.
Hemos reaccionado a nivel individual y colectivo porque hemos percibido el problema y la amenaza cierta y cercana. Estamos entendido que esta vez ha sido un virus y que la próxima, quizás no tan lejana, puede ser cualquier otro agente que no necesite siquiera romper un cristal para poner en jaque a toda una civilización global. Estamos convenciéndonos que el foco de esos problemas es la tremenda presión que ejercemos sobre el hábitat que nos sustenta. Por eso es el momento de superar la fase en la que el hombre exprime el planeta y alcanzar la etapa en la que nuestra actividad no hipoteque el mañana sino que logre equilibrios, que son los que van a permitir nuestra propia calidad de vida futura.
Es el momento de que se visualice de forma colectiva que la conservación no es una opción sino la elección, por mucho que los negacionistas apelen a la tecnología y a viajes espaciales como vía de fuga. Es la hora de que la sociedad sepa que el pensamiento conservacionista, natural, ecologista es el buen camino de todos. Un modelo socioeconómico que necesitamos empoderar antes que el equilibrio global que estemos intentando sostener sea el de no caernos al precipicio.
Igual que todos entendemos, asumimos y practicamos, por ejemplo, ceder el asiento a los mayores en el transporte público, igual que rechazamos, condenamos y denunciamos la violencia, igual que sabemos que hay leyes de convivencia que nos hace mejores, tenemos que practicar conductas de respeto y equilibrio con todo lo que nos rodea. Tenemos que caminar hacia una sociedad que rechace frontalmente la tala de árboles, la contaminación de las aguas y el aire, que reniegue de los monocultivos intensivos, la producción industrial de carne, la turístizacion de los territorios, las energías procedentes de fuentes fósiles y contaminantes, los alimentos producidos a miles de kilómetros, el consumismo, el usar y tirar, la especulación urbanística. Una sociedad que expulse a los pirómanos, a los furtivos, a los maltratadores..., y a los que dejan basura abandonada en el campo, tiran una colilla al suelo, o despilfarran agua.
Va siendo hora de que se inviertan los ejes, que el pensamiento conservacionista, el que garantiza el mejor futuro para las próximas generaciones (estamos en un momento histórico de la humanidad: es la primera vez que no se puede garantizar que los hijos puedan vivir mejor que los padres) sea una corriente de acción multinivel (social, político, económico). Es la hora, aunque solo sea por egoísmo inteligente, esto es, por nosotros mismos. Porque si hay alguien que aún pensase que esta cuestión es un dilema entre el hombre y la tierra, que se olvide, es una lucha del hombre por su supervivencia. La Tierra no nos necesita. Si alteramos gravemente las condiciones, las que se extinguen son las especies actuales, después la vida se abrirá paso, de otra manera, ya ha ocurrido. Esta vez hay un elemento diferencial determinante, tenemos en nuestra mano evitarlo, y es por nosotros mismos.
Durante el confinamiento, muchos vieron la necesidad de reinventarse. La suma de los individuos es la sociedad, el conjunto de las decisiones personales es traduce en una escuela de pensamiento y un modelo de convivencia. Por simple agregación de datos, por conjunción de voluntades podemos estar en la apertura cierta del cambio de paradigma que algunos venimos solicitando desde hace años de forma insistente. Cada vez algunos más, ahora muchos más. Voluntad que se ha palpado tradicionalmente de forma más clara en Centroeuropa y que se ha evidenciado como una gran ola verde en las elecciones municipales francesas. Onda en la que tenemos que trabajar para hacerla correr a ayuntamientos, parlamentos e instituciones internacionales. Titulan los periódicos, después del confinamiento, ecologismo. Puede que, en este sentido, lo único que necesitáramos fuesen unas semanas para pararnos a pensar hacia donde íbamos, por inercia, por delegación de decisiones; y hacia dónde, en realidad, queremos ir. Valorar y medir, qué calidad de vida del resto de seres vivos, de generaciones futuras estábamos dispuestos a quemar por el efímero gusto de despilfarrar hoy. Entender que el hecho de que la ciencia y la tecnología lo hagan posible, no implica que tengamos que hacerlo, sino que es necesario poner en la balanza también criterios como el respeto, la sostenibilidad, la equidad.
La decisión de voto de los franceses es una ventana de ilusión. Por lo que implica y significa en la concepción del mundo de cientos de miles, de millones de personas que han reajustado sus prioridades y preferencias. En este camino ya iniciado, el modelo socioeconómico verde que nos lleve a un descenso en las emisiones tóxicas a la atmósfera, a la tierra y a las aguas, que trabaje por tener espacios urbanos más amables y de las personas, una mayor valoración de nuestros espacios rurales, naturales y la biodiversidad, una reconversión del modelo de producción y consumo energético hacia fuentes limpias, el reforzamiento de la producción primaria de cercanía, temporada, ecológica, la mejora de la soberanía alimentaria y sanitaria, un modelo educativo que afiance principios y valores, que mejore las condiciones de vida de las personas; que, en definitiva frene y revierta el cambio climático y propicie transiciones hídricas justas y minoren las desigualdades sociales, puede ser la mejor decisión global que hayamos tomado en muchas décadas.