Las cunetas, veredas, coladas, y cañadas se llenaban de personas entre hierbas florecidas, que empezaban a ser pasto, con cubos, cogiendo uno a uno, en cada primavera, y en los días de lluvia, los llamados gordos.
Hoy en día, la falsa comodidad y nociva salubridad de los herbicidas químicos de síntesis fumigados en márgenes de carreteras, junto con los millones de metros cuadrados de suelos públicos, a espera que se presenten sus deslindes y amojonamientos correspondientes al interés general, dibujan una realidad poco sensible con su gestión sostenible y patrimonial.
El ganado autóctono, extensivo y sostenible, pastor incluido, convierte en sabrosa carne plantas, elimina riesgos de incendios forestales, permite el desarrollo de insectos polinizadores esenciales para nuestros cultivos, ayuda a la descarbonización sin necesidad de gasto en gasoil de su desbroce mecánico, y convive en ese hábitat con conejos, perdices, liebres, codornices y multitud de especies que estamos empezando a olvidar.
La cultura popular de preparación culinaria de esos gasterópodos, heredada de generaciones, continuaba con la limpieza interior. Para quitar amargor, dar de comer harina, ramas de hierbabuena o incluso ayuno, maneras, sin olvidar pasar el limón por el borde para evitar que llegaran al techo del hogar.
El limpiarlos demandaba agua, lavados para quitarles esa baba, de propiedades dermatológicas para nuestra piel. El gollete fuera, a base de fuego muy lento, nada de fogonazo final, que esconde el bicho y provoca esos ruidosos chupetones del vecino en el bar.
Recuerdo con añoranza esos caracoles serranos, moviéndolos en una gran olla, con ese sonido de fricción de concha con concha en espiral, similar al del bombo de la lotería nacional de navidad. La suerte se trabaja, a mayor, más, el fruto del esfuerzo merece la pena entre hilos de plata y el sonido propio del caracol.