Una gorda con dos ovarios es nuestra portera de waterpolo olímpica que, después de ganar el Oro, ha demostrado una fortaleza aún mayor: que le resbalen los comentarios de quienes la atacan por su físico, como si el físico -esa carcasa del alma, ese envoltorio de quienes somos- fuera una oportunidad de hacer daño. La chica, mujer joven y segura, asegura que solo le interesan los comentarios de quienes la quieren. Y esa lección debería grabarse a fuego en las conciencias de una generación que ha sustituido las bibliotecas por los gimnasios sin tener ni pajolera idea de para qué nos sirven los cuerpos.
La waterpolista se llama Paula Leitón y ya consiguió la Plata en los pasados Juegos Olímpicos de Tokio, de modo que ahora, con solo 24 años, ha llegado al culmen de su objetivo, con ese cuerpo maravilloso del que ella está tan orgullosa por mucho que determinados bichos de esas redes en las que se atrapan a sí mismos la hayan insultado hasta el punto de retratarse ellos solos.
A quienes celebramos estos episodios mediáticos de concienciación de la diversidad nos ha parecido, desde luego, que Paula Leitón ha ejercido de portera con todos los honores: ha parado la mala baba de quienes la han llamado de todo menos bonito; ha despejado los prejuicios de los que se han acostumbrado a que las deportistas tengan que parecer modelos acordes a determinados cánones impuestos por el capitalismo imperante; y se ha constituido en eficiente muro contra esa imbecilidad tan generalizada que hace convivir el feminismo más teórico con el estrés femenino por dar la talla que se le antoje al machismo.
Me alegro por ella, pero también podemos alegrarnos por cuantas chicas más o menos gordas tienen en Paula un referente de deportista con la personalidad suficiente como para que la valoremos por su medallero, por sus reacciones y por ese paradón sin precedentes a quienes se han creído graciosos sin maldita la gracia, a quienes se acostumbran a lanzar misiles dañinos desde la cobarde trinchera de su anonimato, a quienes viven en la ignorancia de ese crónico postureo en el que las chicas auténticas como Paula –más allá de la diversidad de sus físicos- no caben porque lo único que parece redimir al resto es la mentira precocinada de su constante juego de pobres apariencias.