Tiene la forma de una peonza. La cara que tengo debe tener eso: la forma de una peonza en movimiento justo antes de caerse. Algunos días, en el sofá. Se me hace viento la boca y los labios se me van para arriba en un movimiento, aunque esforzado, nulo. Un pesar. Un pesar de mundo donde todas las palabras naciendo a la vez se me cruzan y no se pronuncia ninguna. Me duele un poco aquí. Lo digo por teléfono, señalándome. No te estoy viendo, Álvaro. Al otro lado del teléfono, cuando estás en un estado de crisálida babosa, no se te ve ni aunque estuvieran a un metro. Un poco aquí, repito.
La gente de nuestra edad, entiendes, tiene ya estas cosas muy naturalizadas. De alguna manera, hemos acogido el temblor de pecho como un sismólogo curado en salud que dice: no se preocupen, no es para tanto. Le pasa a un porcentaje altísimo de la población. También hay pastillas. Me dan miedo las pastillas. Me dan miedo los médicos. Jim Henson se murió de un resfriado por miedo a ir al médico. Pero yo no puedo ser Jim Henson, no tengo brazos ahora mismo, soy un gusano en una crisálida, recuerdas. Digo todo esto al altavoz del teléfono. Lo grito en una habitación vacía. El perro se ha ido a la estufa. Hablemos de pasear por la calle. Me pongo las zapatillas, me pongo el chaquetón y bajo. Sigo sin sentir los brazos. Hace un frío de quedarse pajarito. No soy un chaval con ansiedad, soy un zoo, como puedes ver. Hay algo en la escucha, sin embargo, que acompaña.
La mayoría de las veces uno subestima esas cosas en una crisis nerviosa. No escucha, oye. Las voces se convierten en ruidos. Y piensa, muy lentamente, cree, con conciencia, pero solo son sonidos que se entrecruzan y que, milagrosamente, supongo que por una mera cuestión repetitiva del lenguaje, producen un significado: por ejemplo, “no quiero estar solo”. Es fácil entender eso. En Japón hay un ministerio de la Soledad, pero cualquiera sabe, en estos días, que la soledad tiene factores económicos.
El aislamiento igual se produce porque no tienes pasta. Al teléfono respondes: “Yo te invito”. Pero uno no quiere que le inviten. A Jim Henson le invitarían por rico y no le pesaba. A mí no tanto. El frío en la calle te desconecta la piel como se desconecta uno de su cuenta bancaria cuando tiene miedo a mirarla de frente. Uno sabe que va por épocas. Digo esto y ya no me siento gusano, sino cigarra. Una crisis nerviosa tiene también sus etapas. Me río. Para mí la última, la salida, es verbalizar y muchas veces, en consecuencia, la risa.
Dice Teodoros Kallifatides que “no todo es lengua, pero la lengua lo es todo”. Entonces, la cara de peonza se amaina. Vuelven los rasgos originales. Alguna arruga pasados los años. Algo menos de pelo. Eso ya estaba ahí antes de la ansiedad diaria. Quedan como cicatrices de cada vez que pasa esto. Un recordatorio. Como una grieta en la acera. Como un árbol que se vence. Pero no cae. Lo aguanta otro. Siempre lo aguanta otro, con sus brazos, ausentes de marioneta. Unas manos desnudas que te cogen la cara y te centran y a veces un beso, un abrazo, una distancia deseada. Hasta que la peonza se queda de frente.