Eurovisión es una cosa muy rara. Hace muchos más años de los que me gustaría, en una clase de la asignatura optativa de Antropología en el instituto, mis compañeros y yo tuvimos que afrontar un complicado ejercicio: teníamos que describir por escrito espacios y circunstancias de lo más cotidianas para nosotros, pero como si nuestro interlocutor fuera un extraterrestre que acabara de aterrizar en la Tierra. Así que nos vimos en la encrucijada de pensar una escalera mecánica o el chocolate en la mente de alguien que jamás hubiera oído hablar de los escalones, de esa tecnología o del cacao en polvo. Parece más sencillo de lo que resulta, pues implicaba cambiar nuestro marco de referencia por otro que pudiera resultar plausible fuera del estandarizado mundo real propio. Se supone que la tarea tenía como objetivo revelarnos lo fútil y momentáneo de nuestra visión de las cosas y fomentar así la empatía. Y, en parte, lo consiguió. Aunque, en mi caso, aquel complicado reto viene más a mi cabeza cada vez que la vida me sitúa frente a un escenario bizarro difícil de explicar con palabras; al menos, con las que conocemos ahora.
Algo así pasa con el certamen de la canción europea. Es como una endiablada fantasía en la mente de un simio hasta arriba de Prozac, una serpiente de dos cabezas que no puedes dejar de mirar. Todo un ejercicio de pirotecnia real y figurada. Resulta que treinta y siete países compiten divididos en dos semifinales por un puesto en la gran final, a la que solo pueden llegar veintiséis. De las candidaturas iniciales, cinco tienen ya la clasificación asegurada, pues aportan más pasta al Festival y van a la final directamente. Es el caso de España, Italia, Francia, Reino Unido y Alemania; la vieja Europa, que diríamos. También va directo a la final el país que venció el año anterior, en cuyo territorio y también como premio se celebra el concurso. Y así sucesivamente. En 2024 Eurovisión acaba de celebrar su edición número 68, así que estamos solo a un par de fastos de las siete décadas de historia del certamen. En la práctica, es un fiestón de tres galas televisadas y muchos muchos millones detrás. Implica a las televisiones públicas de los países participantes y a una legión de fans y expertólogos around the world.
Ya es tradición que en Eurovisión se hable más de política que de música, no en vano nació con el objetivo de promover un sentimiento común que en el continente europeo jamás fue real. Quizás este año se haya llevado la palma en este sentido: la criticadísima participación de Israel, la polémica en España por la letra de la Zorra de Nebulossa —dicho así suena feo—, la expulsión del participante de Países Bajos a pocas horas de la final, los vanos intentos de la organización por silenciar los abucheos a la representante israelí, las reprimendas a los artistas que aprovecharon sus actuaciones para apoyar al pueblo palestino, y así un gran no parar. Si tuviéramos que explicarle el caso a nuestro alienígena particular, tendríamos mucho trabajo. Podríamos empezar por decirle que, como en las guerras de este mundo nuestro, los verdaderos vencedores suelen ser los neutrales, los que no se decantan, por un lado, u otro, ni ven la necesidad de hacerlo: les suizes y sus etiquetas ausentes.