A Miguel Sepúlveda, in memoriam.
Está de moda hablar de personas vitamina, esos seres de luz que llegan a la vida de una y dejan una huella imborrable, y la antítesis de las mismas: las personas tóxicas. Me gusta más afirmar que hay de todo en la viña del Señor, y en plata, gente de mala condición y gente buena. Y a servidora le cuesta, no gano para tantas confesiones, superar la perplejidad cuando en el camino me encuentro a las que no se parecen en nada a las vitaminas y es obligatoria la convivencia.
Ocurre en el mundo entero, es condición inherente a la humanidad, claro. Por eso la basura está repartida entre todos los gremios aunque sólo es sensato hablar de lo que se conoce, por eso, siempre recomiendo la novela de mi amiga Reyes García Doncel, No soporto tu luz, donde sin medias tintas nos describe la tristeza de días turbios en un centro educativo, por ejemplo. Decíamos, qué pánfilos nosotros, que esto del bicho nos cambiaría a mejor, y en guerra estamos, por fuera y por dentro. Y los docentes sabemos lo que hemos sufrido. Pero no es ése el tema ahora.
La cuestión, y me llevo al terreno personal este artículo, como no podía ser de otra manera, es que cuando el pozo es oscuro y parece que el fondo no se ve, siempre hay manos fuertes y a tiempo que agarran en la caída y evitan el golpe contra el suelo. Esas manos fuertes son las del compañerismo, la empatía, la limpieza de corazón y la más pura amistad. Existen esas manos, las he visto, las he vivido y aprendo de ellas para entrenar las mías. Y comparto esta certeza con alegría, aunque brote la tristeza más profunda también al tomar conciencia de que no podremos ver tus manos, Miguel.
Porque yo no sé si eras una persona vitamina, lo cierto es que sembrabas luz a tu paso y no te dabas cuenta, pero transformaste, para mejor, la vida de muchos chicos, no sólo en los cursos en los que impartías Lengua Castellana y Literatura, sino en el instituto entero. Que se van antes los buenos es una verdad como un templo, pero la estela que dejas es nítida y la esperanza sembrada da sus frutos a pesar de que haya que espantar cacatúas, levante y malos días que puedan echar a perder la cosecha. Eso nunca, Miguel, eso nunca.
Aquí la Troncoso te agradece en el alma, en el nombre de todos los que tuvimos la suerte de trabajar contigo y aprender de ti, todo el tiempo que invertiste en transmitirnos serenidad, ilusión y pasión por el trabajo más bonito del mundo, aunque tuvieras que abandonarlo tan pronto. Qué puñetero es Dios, que te lleva al aulario complicado allá en las alturas para que le saques las castañas del fuego. No sabe ná. Pero hay que ser constante para ser brillante, como me decías. Hasta siempre, amigo, compañero.
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