Sin embargo de que, con los años y gracias a que uno va desprendiéndose de las querencias de mocedad, cada vez menos incurro en lo hipotáctico, hasta el punto de que no puedo dejar de sonreírme cuando me encuentro con viejos textos que apostaron por ello e incluso encontraron singular acomodo en alguna publicación, lo que me suscita, como quizá sea lógico, cierta ternura hacia mí mismo, la verdad es que echo de menos aquellos tiempos en que consideraba, de la mano de Rafael Sánchez Ferlosio y, quizá en menor medida, de Agustín García Calvo (maestros lejanos de mis pobres averiguaciones), que la complejidad del pensamiento debía sostenerse sobre una sintaxis compleja, pues sería la única manera de dar cuenta de los meandros infinitos de las cosas que a uno se le ocurren, dado que estas no comparecen aisladas y perfectamente identificadas al margen de cualesquiera otras cosas, sino que, utilizando la imagen del propio Rafael, serían como cerezas que, al cogerlas del canasto, salen trabadas, de tal forma que la sacudida que damos para destrabarlas tendría reflejo escrito en lo paratáctico, forma violenta al cabo de modificar, en aras de la sencillez, de la comodidad, pero quizá también de la pereza, la situación en que se encuentra aquello que, con buenas o malas razones, ha sido objeto de nuestra atención, sin darnos cuenta de que la persecución de lo perseguido exige absoluta fidelidad no tanto al razonamiento como a su curso, el cual no es anterior, empero, al propio proceso de escritura, salvo que nos creamos divulgadores, fantásticos representantes de la esquizofrenia entre el saber y su comunicación, pero cuyo exitoso oficio tiene poco que ver con el respeto que la cosa o los asuntos considerados merecen para aquellos (y yo me tenía por uno de ellos, ¡ay!) que un día se propusieron ponerse a saber sin descuidar ninguna, absolutamente ninguna, de las encrucijadas con que el juego libre del pensamiento se encuentra cuando se pone a escaramuzar, mientras que la hipotaxis reflejaría el verdadero tenor de las cosas, pues cuidaría al mismo tiempo de las relaciones adheridas que, bajo pretextos múltiples, como la facilidad o, incluso la elegancia, suelen ser no obstante sacrificadas por todos aquellos que opinan que lo importante no es la inspección inteligente de lo que nos ocupa, sea ello lo que sea, sino su inteligente dicción (¡como si fueran cosas distintas!), lo que a menudo suele darles por resultado no otra cosa, en el mejor de los casos, que una fina redundancia de lo sabido y, en el peor, una aburrida repetición de lo obvio, en vez de concentrarse en desarticular, en cribar, en pensar mejor, en definitiva, lo que, como liebre que el perro de Crisipo levantara, nos ha salido al paso, respecto de lo cual, por supuesto, no había obligación alguna de atender o perseguir, pero sí de no traicionar conceptualmente, de tal forma que, si no queda más remedio que embarcarse en ese desafío a la hora de atender a ese requerimiento (¡que vaya a saber de dónde procede!), habrá que doblegarse, y plegarse y replegarse mil veces o las que hagan falta ante el escrúpulo de entender de veras eso que queremos mejor entender, sin que nos deba hacer retroceder en ese afán la amenaza de incurrir en anacolutos, de demorar las conclusiones (¡como si fuera necesario que las haya!) o de aburrir al semiletrado con lo que algunos pensarán que son meras legiferaciones, pues, en resolución, tampoco teme estragar sus manos ni derrotar su ánimo ni malbaratar su jornada el que esmuye la rama cuando no quiere dañar la oliva. Vale.