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Un hombre, en una imagen de Pixabay.
Un hombre, en una imagen de Pixabay.

 

Desde el principio de la humanidad el hombre ha sido siempre el eje central de la naturaleza. El canon por el que se medía e interpretaba la vida. Fueron los hombres los que ocuparon la totalidad de los primeros trabajos remunerados, los únicos en ejercer el poder político, señores feudales, reyes, ministros, gobernantes, la industria, la economía, la cultura, y la religión, y así en todos los ámbitos de la vida.

Eran hombres los que decidían, acordaban, castigaban, penalizaban, declaraban la guerra y firmaban la paz. Esta situación implicó que, a la otra mitad de la humanidad, las mujeres, en nada se la tuviese en cuenta, o solo para aquello que constituía el fin de su existencia: El cuidado del hombre y su familia. Una esclavitud no reconocida, determinada por el “orden natural de las cosas”, de la que los hombres éramos los beneficiarios.

El acceso de las mujeres, a la educación, y posteriormente a oficios y puestos tradicionalmente masculinos, fue poniendo en entredicho este absolutismo de los hombres, y cuestionando ese teórico “orden natural”. Sin embargo, la entrada de las mujeres en ese universo masculino no supuso una ruptura del poder de los hombres. Sin negar su importancia, la mayoría de las mujeres que ocuparon puestos de poder, y a pesar de imprimir a su función unas características propias diferentes a las formas tradicionales masculinas, tuvieron que adaptarse a unas normas, una cultura y una moral, que seguía defendiendo la primacía del hombre sobre la mujer.

El gran logro de la lucha de las mujeres fue el acceso a la educación, que siempre se le había negado. Pues solo con una población femenina formada, podía plantearse el reconocimiento de derechos fundamentales de la persona, hasta entonces monopolizados por los hombres. Basta recordar que el germen de la Declaración de Derechos Humanos fue la Declaración de Derechos del hombre y del ciudadano Francés, donde de forma indigna se excluía a las mujeres, y que tuvo que ser una mujer la escritora francesa Olympe de Gouges con su Declaración de Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, la que sacara los colores a una sociedad masculina que todavía hoy continúa insensible.

Con las mujeres formadas comenzó la conquista formal de derechos, sufragio, divorcio, aborto, igualdad salarial, no discriminación por razón de sexo, ser titular de actos y negocios jurídicos, sin la autorización del esposo. Pero estos reconocimientos formales no supusieron una igualdad real, pues en tanto que los hombres solo tenían la obligación de trabajar y ser los sustentadores económicos de la familia, las mujeres seguían teniendo que cumplir su función natural, tener hijos, cuidar la casa y la familia, lo que les suponía un tiempo que les impidió acceder a la vida pública, trabajo, ocio, estudios, en igualdad de condiciones que los hombres.

De esta forma y a pesar de los reconocimientos formales de derechos en favor de las mujeres, el hombre siguió ocupando la mayoría de los empleos, y la casi totalidad de los puestos de poder, y las mujeres ocupándose de unas tareas que por lógica y justicia natural debieran ser compartidas a partes iguales con los hombres. Hoy y a pesar del tiempo transcurrido, los hombres seguimos acomodados en nuestra privilegiada posición, sin movernos más allá de lo aparente, ni permitir la igualdad entre el hombre y la mujer, por nuestra negativa, entre otras muchas cuestiones, a asumir las tareas del hogar y los cuidados.

El gran mérito de los hombres ha sido invisibilizar esta desigualdad, escondiéndola tras la cultura, para que lo que debió ser una anomalía, se convirtiera en algo normal y “natural”. La cultura que está formada, por ideas, costumbres, tradiciones, pensamientos, principios, juicios, sigue siendo una cultura de dominio y superioridad de los hombres, donde las mujeres continúan teniendo un rol secundario y subordinado, y los valores masculinos lo impregnan, determinan y condicionan todo. Esta es la disyuntiva que los hombres seguimos teniendo en nuestras manos, trabajar para favorecer el cambio, o continuar anclados en nuestra inamovilidad. Quizás solo sea una cuestión privilegios, y ya sabemos que renunciar a ellos no es fácil. Normalmente son arrebatados.

Juan Miguel Garrido Peña es miembro de la Asociación de Hombres Igualitarios  de Andalucía

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