Una vez, viendo un monólogo en televisión, escuché al genial cómico Ernesto Sevilla comparar a una famosa de nuestro país con una yegua moribunda. Lo hizo con una naturalidad irresistible y con esa magia grotesca que solo les pertenece a los chanantes. El caso es que esto fue ya hace años y, para más inri, hacía referencia a un personaje bastante deslustrado. Quizás estas fueron las razones por las que aquello no despertó mayor escándalo. O tal vez porque la comparación era, para qué negarlo, bastante acertada. Nadie se levantó en armas en Twitter bramando por la honorabilidad de aquella señora ni se echaron a la calle las mareas coloridas. Tampoco temblaron los cimientos de la civilización aquella noche como ahora parecen tambalearse casi cada vez que se hace comedia. La sátira, la parodia, el chiste… siempre han bebido de la ridiculización y de poner al límite nuestros pudores. En eso consiste hacer humor: en rebozarse en lo peor del otro y del uno para sacarlo al escenario, pero con gracia y empatía. Formando todos parte de esa comunión mágica entre la carcajada y la atrocidad.
El humor es tan personal como uno mismo, y a veces cuesta mucho saber si coincidiremos con el vecino en aquello que nos saca la sonrisa. Como si metiéramos a Azuquita y a Juan Pardo en un taxi camino al aeropuerto y esperásemos que se pusieran de acuerdo en la banda sonora del viaje. No sería fácil. Sin embargo, hay ciertos puntos de conexión que compartimos, que nos hacen ser felices como al recordar una tarde de infancia. Esos perfectos momentos únicos existen, pero los encargados de hacerlos brotar cada vez lo tienen más jodido. No se puede aludir al género, ni a la raza, ni a la capacidad intelectual, ni a la edad, ni a las finanzas, ni al físico, ni a la tendencia sexual para hacer reír. No se debe apelar a los roles de género, ni a la zona de procedencia, ni a ninguna característica mínimamente distintiva sin resultar pollavieja. Podría decirse que los cómicos de hoy están condenados a hacer un humor que es como el menú de un vigoréxico: aburrido, escaso y menos ingenioso que Mario Casas.
Mucho ha llovido desde los chistes de Arévalo, los Morancos haciendo aborrecer Andalucía y las casetes de Emilio el Moro. Otro gallo nos cantaría si siguiéramos anclados al “mi marido me pega lo normal”. No cabe duda de que ha habido mucho y muy bueno por encima de los pasos en falso en esta evolución. Y eso está fetén. Pero, por otro lado, cada vez cuesta más reírse y que nos hagan reír. Paradójicamente, cuando más necesitamos olvidarnos del mundo y echarnos unas risas es cuando podemos descojonarnos de menos cosas. Puede que sea ese exceso de piel fina, a la que es demasiado fácil herir, a la que es demasiado difícil no ofender. Especialmente si es con la verdad. Por eso no se le puede decir a una señora de avanzada edad que lo es, que su rictus se asemeja al de una yegua moribunda y que, quizás por los desvaríos propios —en su caso exclusivo e intransferible— de la primera o la segunda circunstancia, le ha dado por comprar bebés y explotar a otras mujeres: menos blancas, más pobres y menos viejas. Lástima que no podamos decírselo y lástima que el tema no tenga ni puñetera gracia. Qué quieren que les diga: estoy muy lejos de ser Ernesto Sevilla, pero hoy por hoy no le envidio el trabajo.
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