El fenómeno migratorio desde los países más pobres hacia los países más ricos es un hecho imparable. Es la consecuencia de la desigualdad en el mundo y de la globalización económica y de las comunicaciones. A la aldea más remota de África llegan reportajes o películas que muestran la calidad de vida en los países desarrollados. Es el “efecto llamada” continuo, que se ha intensificado con las redes sociales.
No es algo nuevo en la historia. Durante el Imperio romano, miles de familias de los pueblos llamados bárbaros (por extranjeros, no por salvajes) se establecieron en el interior de las fronteras atraídos por la civilización romana. Durante los siglos XVI al XVII, algunos lugares de España quedaron despoblados por la marcha de españoles a América en busca de fortuna. EEUU no se puede entender sin la población europea más pobre que marcha a Norteamérica buscando un mejor futuro (ingleses, irlandeses, suecos, etc.). Hay miles de ejemplos en la historia.
España siempre ha sido un país de emigrantes. Ahí están las migraciones masivas de gallegos, vascos y canarios durante los siglos XIX y XX a Cuba, México, Argentina y Venezuela, las migraciones internas de andaluces y extremeños a la industrial Cataluña o la migración a Alemania, Francia y Suiza en los años 60.
En España hay aproximadamente 6,3 millones de extranjeros. Unos 2,2 millones (todos los datos aportados aquí son “a grosso modo”) son europeos. Entre ellos,1,6 millones son europeos comunitarios. Algunos están amparados por el espacio Schengen (unos 600.000, entre ellos franceses, alemanes, italianos, portugueses, etc.). Otros, aproximadamente un millón, aún no pertenecen a Schengen, aunque su entrada será gradual y próxima. Entre este grupo destaca la población rumana (700.000). Otros 600.000 son europeos no comunitarios, entre ellos 250.000 británicos (fuera de la UE desde el Brexit), 160.000 refugiados ucranianos y unos 80.000 rusos.
Los otros 4,3 millones de extranjeros son de países muy variados, destacando los que proceden de Sudamérica (1,4 millones) - la mayoría procedentes de Colombia (400.000) y Venezuela (250.000)- y los procedentes del Magreb - unos 1,3 millones, destacando 900.000 marroquíes, que forman la nacionalidad más numerosa de extranjeros en España. Los chinos son 300.000, la mayoría dedicados a negocios protegidos y subvencionados por el estado chino. Cada vez es mayor la población africana de raza negra centroafricana y del Sahel, que llega ya a los 300.000, siendo mayoritarios los senegaleses (100.000).
Aparte, en España hay otros 3,5 millones de españoles, muchos de ellos emigrantes que llegaron hace ya más de 25 años y que hoy poseen la nacionalidad española y están plenamente integrados. Sus hijos han nacido aquí, son españoles, han estudiado en nuestros colegios y universidades y desarrollan su trabajo con honradez y normalidad en nuestro país. Sin embargo, muchos españoles los siguen considerando extranjeros de forma equivocada atendiendo a su raza, religión, idioma o acento. Sólo cuando los ven compitiendo en los equipos nacionales o ganando medallas en las olimpiadas, recaen en que son tan españoles como ellos mismos.
La inmigración en España ha provocado miedo y rechazo en parte de la sociedad española. En algunas zonas de esta España desigual ha provocado el sentimiento de que les van a quitar el trabajo. Algunos partidos ultranacionalistas han alentado la idea del peligro que representa la inmigración para España. Racismo y xenofobia flotan en la mente de la sociedad española, y se hace visible cuando se trata de una entrevista de trabajo o cuando el inmigrante intenta alquilar una vivienda.
Pero el fenómeno migratorio es imparable. Van a seguir llegando, buscando legítimamente mejorar sus condiciones de vida y la de sus familias, como se ha hecho siempre. Buscan salir de la pobreza y de la inseguridad que viven en sus territorios. Nadie emigra por placer y se aleja, a veces para siempre, de sus seres más queridos.
Son los economistas y demógrafos los que contradicen el miedo alentando por los partidos ultras con datos científicos. La emigración en España está contribuyendo a mantener el recambio generacional en una sociedad cada vez más envejecida. Un quinto de la población española -10 millones de personas- superan los 65 años, a pesar del quebranto que sufrió esta población durante la pandemia. Los emigrantes realizan tareas que otros españoles han decidido no hacer. Hoy día forman un porcentaje elevado en las tareas domésticas, cuidado de ancianos y niños, hostelería y labores agrícolas. Sin ellos, muchas tareas económicas estarían faltas de trabajadores, y los empresarios lo saben. Los emigrantes están ayudando a salvar el vacío demográfico en los pueblos de la España vaciada, dando vida y actividad económica a estos pueblos.
Por otra parte, aunque ninguna persona debiera considerarse ilegal, los emigrantes dejan de ser vistos como ilegales en cuanto encuentran un trabajo. Desde ese momento aportan con sus impuestos al mantenimiento y mejora de la sanidad, la educación, las pensiones y el estado del bienestar del que disfrutamos todos los españoles. Esta es la otra realidad de las migraciones que no se dice a viva voz, cayendo el fenómeno migratorio en un tabú de silencios.
Mientras no se hagan políticas mundiales en favor de la igualdad entre todos los países, aún yendo en contra de las grandes multinacionales que invierten en estos países para explotar sus recursos y beneficiarse de la mano de obra más barata, seguirán los flujos de migración de los países pobres a los ricos. De nada servirán los muros y las concertinas. Será como poner puertas al campo.
Lo que queda es intentar planificar las migraciones, aumentar y mejorar los centros de asistencia y acogida, aumentar las estrategias de apoyo a los emigrantes para favorecer lo más rápido posible su integración, favorecer el dominio del lenguaje (más fácil para los suramericanos respecto a otros grupos de emigrantes), formarlos educativamente y profesionalmente. Y por supuesto, evitar la muerte en las pateras y cayucos que no cesarán de venir a nuestras costas. Evitar a toda costa la “vergogna” denunciada por el papa Francisco en un Mediterráneo, cantado por Serrat, que un día fue un transmisor de culturas. Del “mare nostrum” de los romanos se ha pasado al “mare mortis” actual.
España, como el resto del mundo civilizado -ya se nota en sus calles-, se va a convertir en un crisol de culturas donde la base de la convivencia serán los Derechos Humanos y no ninguna moral basada en un determinado credo religioso. Una sociedad basada en el respeto, la tolerancia y las libertades. Sin duda, una sociedad mejorada y reforzada. Por supuesto, una sociedad mucho mejor.