Vengo a desmontar mitos. Aquellos que sostienen que la redonda y el fútbol es el deporte rey, mienten despiadadamente. De hecho, es una de las mayores mentiras que nos han vendido ―y que hemos comprado con agrado―. Lo único que en realidad mueve pasiones y por lo que nos bebemos los vientos no es otra cosa que fastidiar al prójimo o en su defecto, como superfluo premio de consolación, satisfacernos con que al vecino no le vaya del todo bien. Así somos, señores. Y el que se cierre en banda, debería hacérselo ver.
En estos tiempos que corren, resulta complicado hallar una explicación a la virulencia de la crítica que recibe todo lo tocante al factor sagrado, máxime cuando esta redunda en el propio folclor popular. Porque la Semana Santa, más allá de una celebración de calado religioso, es un fenómeno cultural de carácter transversal. En ella, entrelazan arte, música y escenografía (por citar solo tres). Lo cual conduce a una cuestión de causalidad inevitable: ¿tanto daño hacen las cofradías a los que no son partidarios de la efeméride? Cuesta desmembrar pensamientos e idearios con trazas políticas cuando articulamos la cuestión de lo sacro; por lo que, ¿estamos juzgando libremente o existe un sesgo preconcebido que nos condiciona?
Hoy en día, que tendemos a homogeneizarlo todo ―uno de los rasgos principales de la globalización― es bastante recurrente y oportunista generar corrientes contrarias, y que estas cobren fuerza. Pese a ello, los datos, de por sí demoledores, están a disposición de cualquier inquieto que desee consultarlos. Donde números hablan, barbas callan. La Semana Mayor genera riqueza, le guste a usted o no. Los últimos escrutinios recolectados sobre el impacto económico nacional, arrojan la friolera de 800 millones de euros. ¿De verdad existe alguien que no quiera eso?
Con todo y con ello, no hay que dejar de reconocer que hay cosas que merecen una profunda revisión. Como por ejemplo el escandaloso número de procesiones extraordinarias que tienen lugar durante el resto del año, muchas de ellas sustentadas sobre motivaciones peregrinas. Ante eso, surge la necesidad de ser tajantes. La autoridad diocesana competente tiene que abandonar posiciones tibias y debe actuar con mano recia. Resulta clamorosa la necesidad de regular y rebajar la cantidad de tanto culto externo. Ahora bien, pregunta, ¿es menos cierto que existen cientos de iniciativas populares que también comprometen ocupación de las calles ―no pocas― y sobre esas tantas no ponemos el acento?
Esta aversión no es flor de un día. Digamos que es un evento atemporal. Desde tiempos inmemoriales, la Semana Santa y las cofradías han lidiado temporales. Basta con documentarse un poco, la desamortización de Mendizábal o los efectos devastadores de la Segunda República son clara muestra de ello. A lo largo de los años y las centurias, la historia ha estado salpimentada de sucesos que han puesto a prueba la propia existencia de la misma. En este sentido, recomiendo encarecidamente cualquier publicación o ensayo del maestro Enrique Hormigo.
Si a pesar de todo, continúa renegando de ello… en su derecho está, solo faltaría. Pero tenga en cuenta una última cosa: la Semana Santa es un referente identitario de todos y cada uno de nosotros. Un vínculo indeleble que conecta a las personas con su propia historia y sus familias.
Y no lo olvide, en primavera, el campo y la playa lucen de maravilla. Parafraseando al poeta Juan Carlos Aragón: “Po yo cojo el camping luz, cojo el camping gas y me voy a los Caños”.
Gracias por la lectura y tómeselo a risa. No queda otra.