Los partidos comunistas surgen tras la revolución de octubre. Se desprendieron a menudo de partidos socialistas para dar cuenta política del nuevo desafío que los bolcheviques habían puesto sobre la mesa: básicamente, la necesidad de utilizar la violencia para alcanzar el poder del Estado, lo que tampoco parece una gran novedad histórica, aun si el sujeto era la clase de los proletarios, que, por cierto, no es una clase en sí misma (por eso el análisis de Marx no era empírico, es decir, ni sociológico ni histórico, aun cuando esté atravesado de datos), sino para sí.
Pero no a todo el mundo le sedujo tal desafío y dudaban de su necesidad, así que la mayor parte de los partidos que intentaban, no obstante, representar a la clase obrera se decantaron por una modalidad u otra de socialismo, tanto más radical cuanto más próxima entendieran su vinculación ideológica con ese batiburrillo de doctrinas agrupadas con el nombre de marxismo. Durante cierto tiempo, dos significados lucharon por imponerse respecto de un mismo significante: socialismo como dictadura del proletariado y socialismo como socialdemocracia.
Al vencer el último, el primer significado se convirtió definitivamente en comunismo, espantando la incómoda objeción de que la URSS fuera una Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (solo así se entiende el sarcasmo del general De Gaulle a Kruschev cuando este le venía a decir que el comunismo estaba ya muy cerca; a saber: L'avenir dure longtemps) o de que Fidel Castro gritara el desafortunado ¡Socialismo o muerte! Con el tiempo, la socialdemocracia se dio cuenta de que había además que desprenderse también de aquella molesta herencia marxista (un puño, un himno y un pañuelo colorado bastaban y sobraban).
El éxito sobrepasó cualquier expectativa. En estos momentos, y lisa y sin rebabas, todo el mundo es objetivamente socialdemócrata; es la ideología política dominante, sustentada en una expresión fetiche: Estado de bienestar así como una apología generalizada de lo público, con la boca más grande o más chica.
Evidentemente, no es una situación cómoda para los diferentes partidos políticos. En otras palabras, todos defienden el Estado de Derecho, pero discrepan en las atribuciones que hay que concederle; todos comparten como un fatum la misma economía de mercado, pero a la hora de recaudar unos insisten en las tasas y otros en los impuestos y, dentro de estos, unos más bien en los directos y otros en los indirectos, con apelaciones a justicias distributivas y valores varios; todos aceptan la Declaración Universal de Derechos Humanos, pero entendiéndola siempre como Declaración de Derechos Humanos Universales, lo que no es lo mismo, por no hablar de que se ha olvidado algo que en otro tiempo estuvo presente: la inconsistencia lógica de la propia Declaración; todos reniegan de la violencia como forma de solucionar los conflictos, pero apenas si insisten en que el Estado se sustenta sobre su monopolio; todos dicen defender la división de poderes, pero el ejecutivo se encuentra sobredimensionado sobre los restantes, hasta el punto de que en algunos sitios los representantes políticos se presentan a sí mismos como candidatos para ocupar este cuando no se da efectiva y directa elección al mismo; todos reniegan de la corrupción, pero saben que es la única manera de ser eficaz en la gestión de los recursos (requisitos de idoneidad y oportunidad, ayudados por lo que algunos juristas llaman huida del derecho administrativo); todos, en fin, comparten el mismo propósito: alcanzar el poder del Estado, porque saben que no es lo mismo que gestionarlo, saber que les lleva a rechazar el mandarinato, es decir, fiárselo a los funcionarios.
Ante esta situación, las pequeñas diferencias lo son todo. Se dan sobre todo en el plano de los usos y las costumbres: matrimonio homosexual, política lingüística, derechos de los animales, conciencia medioambiental, eutanasia o muerte digna, violencia machista, determinación genérica, alimentación sana o legalización de drogas, entre otros que llamaríamos superestructurales. Es solo a partir de estos asuntos que salen a la palestra invocaciones de la libertad, negativa o positiva, tangerina o ebúrnea, encantados de poder disponer ya de un lugar de confrontación donde señalarse e imponer sus propios valores, más liberales, más democristianos, más progresistas. Es decir, no digo que no sean problemas acuciantes, sino que son problemas que sirven fundamentalemente para generar el lugar de las diferencias y poder darse los pellizcos de monjas pertinentes (pienso en Lenin cuando decía, ahora no sé dónde, que la lucha de clases pasa muy pocas veces por la política). No cabe sino reconocer que la izquierda es hegemónica en este sentido, habiéndose convertido en la depositaria de los buenos sentimientos.
De hecho, no tiene razones objetivas para modificar su estrategia, aunque debería comprender que, cuando las soluciones pasan exclusivamente por legiferar y burocratizar el monopolio del corazón (como le decía Giscard a Mitterrand), se corre el riesgo de abrir la posibilidad de lo que ya en El manifiesto comunista se denominaba socialismo feudal, es decir, el fascismo, pero no tanto porque sean los que de veras saben apretar las tuercas de la gente, sino porque son los que saben de verdad qué nostalgias evocar y qué valores desenterrar, cómo suscitar la esperanza de la recuperación de lo fulminado por el capital y su desencantamiento del mundo convirtiéndolo todo en mercancia. De hecho, esa es la función indispensable de la derecha: contener esa deriva.
Recuerdo ahora que algún antropólogo contaba de alguna tribu (no sé si los Nuer o los Dinka) el tabú de la mano izquierda. Con la siniestra no se podían hacer determinadas cosas: ordeñar, cazar, etc., so pena de sanción moral. ¿Cómo resolvían la proporción de zurdos que se da normalmente? Una solución emic muy interesante: según decían al antropólogo, tales individuos tenían la mano derecha en la izquierda. Sencillo, claro y práctico, tal vez cínico. Mientras tanto, el capital sonríe. Parece ser el único que ha leído a Marx.