Jerez tiene un tesoro. No hablo del vino —que también— ni de los caballos —que tanto—. Hablo de su Feria: de esa Feria que presume, con razón, de ser un espacio público, libre, sin cortapisas de clase ni apellidos. Una de las pocas de Andalucía en la que cualquier persona puede entrar a cualquier caseta sin necesidad de invitación, carnet de socio o parentesco con un concejal.
Ese carácter abierto no es casual: fue una decisión política, valiente, tomada en tiempos en los que el discurso era el del progreso social, no el del miedo al otro y al pobre con el que se nos pretende gobernar. Ese paso fue esencial para convertir la Feria del Caballo en un símbolo de hospitalidaddemocrática.
Pero como ocurre con las buenas intenciones que se burocratizan, hoy nos encontramos con un problema de fondo. La ordenanza municipal exige que todas las casetas estén abiertas al público, salvo un único día reservado como Día del Socio. Sin embargo, la norma se incumple sistemáticamente y sin consecuencias reales. Y no lo digo en abstracto. Se incumple donde siempre y por los de siempre. Tanto, que se ha normalizado que de alguna forma existan casetas de señoritos donde no tenemos muchos cabida. Se buscan las mañas para ejercer la exclusión.
En esta edición de la Feria he vivido un incidente que me gustaría pensar aislado. Me negaron el acceso a una caseta de la clase alta jerezana. La razón: no llevaba chaqueta. No un altercado, ni una actitud irrespetuosa, ni una cuestión de aforo. No. La barrera era el código de vestimenta. A nadie de la fila le extrañó. Algunos me miraron con lástima, otros con una sonrisa condescendiente, como si fuera yo el que no entendía las reglas del juego.
Pero no era un juego: era una infracción de la ordenanza municipal. Ante la situación, el personal de seguridad dio una retahíla de argumentos aprendidos para saltarse la norma: dijeron que el aforo estaba completo mientras dejaban entrar a grandes grupos de enchaquetados, después que el comportamiento no había sido adecuado en la puerta. ¿Por qué? ¿Por insistir en que se cumpla la ordenanza que defiende los derechos de todos?
Esa caseta no estaba ejerciendo su labor como espacio público, sino como club elitista. Estaba privatizando el acceso mediante criterios clasistas, excluyentes y arbitrarios. Y lo peor: lo hacía con la tranquilidad de quien sabe que no va a pasar nada. Como mucho, una advertencia.
Por eso, es hora de revisar la ordenanza. No basta con multar o apercibir a quienes se saltan el espíritu de la Feria. Si una caseta acumula quejas o incidentes documentados por limitar el acceso de forma reiterada, la consecuencia no puede ser simplemente económica. Tiene que doler en lo que más duele: en su presencia en la feria.
Propongo, por tanto, una modificación de la ordenanza que contemple el cierre temporal o definitivo de aquellas casetas que vulneren el carácter público del evento. No como castigo ejemplarizante, sino como garantía del modelo de Feria que Jerez dice defender, aquella en la que señoritos y currelas pueden comer y bailar bajo el mismo techo fuera de las dinámicas de ser llamados como flamencos para divertir a sus esposas echándose el baile que han aprendido en la academia.
La Feria del Caballo es un espejo de lo que queremos ser como ciudad. Si permitimos que se nos cuele por la rendija del protocolo la vieja discriminación social, entonces habremos convertido un espacio popular en un escaparate de élites. Y eso no es solo injusto: es indigno.
La caseta puede tener cortinas, pero no filtros sociales. Puede exigir alegría, pero no etiquetas. Que se respete el traje de gitana y el fino frío, sí, pero también al que viene en vaqueros con ganas de bailar.
Porque si la feria no es para todos, entonces no es feria.