Pongámonos teológicos y metámonos donde no nos llaman. Nada menos que en la cabeza de Dios, en su infinito entendimiento.
Ando últimamente leyendo la Ciencia de la Lógica de Hegel, porque, antes de ponerme a ejercer mi pensamiento, quiero repasar algunos pasajes particularmente complicados. Pero la cosa está clara (¡este Hegel es la hostia!): ya dispongo de la justificación de las categorías necesarias para ponerme manos a la obra, es decir, para crear el mundo. Ahora bien, como en un momento refiere de pasada a Leibniz (no sé qué acerca de la mera exterioridad de su pluralismo), me he sentido obligado a repasar los Ensayos de Teodicea... de este. Volver sobre este otro alemanote me ha permitido darme cuenta de que un conjunto no es anterior a sus elementos, es decir, que el enjambre no es anterior a las abejas, por lo que tengo que ponerme a hacer cuentas, dado que el resultado saldrá de estas y no al revés. Dos son las variables que no he de olvidar: la cantidad de esencia de las sustancias y el monto total combinatorio. El cálculo no es sencillo, aunque, finalmente, doy con la serie óptima, la que mejor conjuga estas dos exigencias. Pero hay un problema no pequeño, no puedo pertenecer a la misma. Y, como existir es algo que únicamente les pasa a las sustancias que pueblan ese mundo, no existo. Me siento como el estupefacto Roberto Paternostro (sic!), aquel director de orquesta que tuvo que aguantar cómo la Filarmónica de Berlín ensayara un concierto totalmente a oscuras durante un apagón. A nadie le importó si meneaba la batuta.
Primera solución: hacer que tenga una existencia extramundana, pero eso me recuerda demasiado a las triquiñuelas escolásticas, distinguiendo aspectos y aspectos. Segunda solución: prescindir de la existencia. Después de todo, a mí me debería bastar con ser, pero seguro que luego los filólogos empiezan a decir que el uso absoluto del verbo ser tiene valor existencial (¡como si haber fuera lo mismo que existir!). Tercera solución: infiltrarme en los mundos, pero perdiendo mi carácter infinito, porque entonces arruinaría las cuentas: todos los mundos valdrían lo mismo. ¿Por cuál me decanto? Solución definitiva: el theánthropos (el Dios que se hizo hombre). Lo llamaré mi hijo para que pueda llamarme padre. El mundo finalmente elegido contará con presencia privilegiada y ya podré existir aunque sea por persona interpuesta.
Satisfechísimo, me pongo a escuchar las Variaciones Goldberg de Bach mientras corrijo erratas (una invasión que se me había escapado, un volcán demasiado vulcaniano, una estanflación peligrosa...). Pero resulta que empiezo a oír como en lontananza quejas ontológicas por aquí y por allá. No de los mundos posibles, que he mandado al atroje de mis cavilaciones, pues los conjuntos no hablan, sino de las sustancias que los pueblan, que se afanan por existir, es decir, por ser armónicas bajo el tiempo y el espacio. Me dicen que ellas también quieren contar con el Cristo dentro de su serie (me lo dicen hasta algunas ateas, curiosa paradoja), pero les digo que no, que no puede ser, que entonces habría mundos donde Cristo no fue crucificado, ni curó a la hemorroísa, ni habló a los doctores en el templo. Su pasión había de ser su máxima determinación. Pero nada. Acusaciones de tráfico de influencias, de nepotismo, de amañado concurso de méritos, ¡qué se yo! Estoy por quedarme quietecito y no hacer nada, pero vociferan sin pausa diciendo que con tal de existir están dispuestas a sufrir desgracias, a padecer hambres y guerras, enfermedad y desconsuelo, que no les basta con ser, sino que quieren que haya eso que son. Perdono su insolencia porque no saben lo que hacen.