Nadie duda de que el problema de la vivienda sea uno de los más acuciantes de la sociedad actual. No se trata de una cuestión nueva, como podemos comprobar en diferentes épocas y países. John F. Kennedy, conocido por muchas razones, no lo es en relación con este tema. Sin embargo, cuando era congresista, en los años cuarenta, no dudó en asumir riesgos políticos para solucionar una de las carencias más graves de Estados Unidos.
Pese a sus puntos de contacto con los conservadores, el joven JFK se opuso con decisión a la hegemonía de las grandes empresas. Rechazaba dejar un asunto tan urgente en manos de la iniciativa privada, tal como pretendían las grandes inmobiliarias y las asociaciones de constructores. Reclamaba, por el contrario, un programa de edificaciones con fondos federales que permitiera erradicar el chabolismo y otras formas de precariedad. Había que darse prisa porque, según los datos que manejaba referidos a Boston, más de un cuarenta por ciento de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial casados se veían obligados a habitar en casas -casuchas, más bien- alquiladas o compartidas con otras familias. Por tanto, según palabras del propio Kennedy, existía una necesidad “drástica”.
Para defender su postura, el futuro presidente tomó una iniciativa arriesgada, sobre todo para un político novato: en 1949 atacó a la Legión Americana, la poderosa entidad que agrupaba a los veteranos, opuesta al empleo de dinero público para atajar el déficit de vivienda. En esta postura, por tanto, la Legión actuaba en la misma dirección que los constructores. Para escándalo de muchos, el congresista Kennedy se atrevió a acusarla de no haber propuesto una idea positiva en beneficio del país durante las últimas tres décadas.
Aquellas palabras fuertes provocaron un considerable revuelo. Aquel jovenzuelo insensato se había atrevido a tocar lo intocable, a cuestionar a una asociación que encarnaba el patriotismo prácticamente por definición. Criticarla, en palabras de Kenneth O’Donnell, uno de sus futuros ayudantes, era como estar en contra de los boy-scouts, del FBI o del predicador evangelista Billy Graham. Por tanto, llovieron las andanadas contra los inapropiados comentarios de tan insolente advenedizo. La tendencia general fue dar supuesto que daría marcha atrás. Pero Kennedy aguantó contra viento y marea y se negó en redondo a retractarse. De nada sirvieron los consejos de su padre, un influyente multimillonario, que le aconsejó que rectificara para no poner en peligro su carrera política.
JFK hizo algo más que no escuchar a aquellos que le recomendaban prudencia. Volvió a la carga y atacó, una vez más, la política de la Legión Americana. Se temió entonces por un momento que hubiera arrojado él mismo a la basura su futuro. Su valentía, por suerte, se vio recompensada. Ganó las simpatías de muchos veteranos de guerra que esperaban que un político, por fin, se hiciera eco de sus inquietudes. No en vano, como le dice Martin Sheen a Michael Douglas en El presidente y Miss Wade, había elegido luchar donde se debe luchar y no solamente donde se puede ganar.