Qué gran poeta era José María Álvarez. Murió la semana pasada a sus 82 años, pero seguirá vivo en sus versos. Esto es un lugar común, lo sé y, además, no hay nada más alto que la vida. Todo subterfugio como el de la literatura se queda corto. Y pese a todo nos ayuda. Lo que está claro es que, de alguna manera, José María Álvarez seguirá iluminando a muchos lectores con su hedonismo y su alabanza del Arte. No en vano vivía en la calle Kavafis, nombre de su admirado poeta alejandrino, al que tradujo como nadie. El Arte lo era todo para Álvarez; era, igual que para Luis Antonio de Villena, una lupa para ver mejor la realidad y, al mismo tiempo, el condimento perfecto para hacer de ella el plato más sabroso. Decía Manuel Vilas en una conferencia: “Estoy en la literatura porque me interesa la vida”. Estoy convencido de que Álvarez suscribiría ese aserto; porque en la poesía de Álvarez está la juventud, el deseo, el sexo, y esa mirada sobre lo cotidiano que sabe ver más allá de lo aparente gracias, precisamente, a la cultura.
Para él la cultura no era un adorno, sino algo que enriquece la vida, y nos permite entenderla mejor y vivirla más plenamente. Eso nos enseña, al cabo, la literatura de Álvarez: que la vida es, en verdad, el valor más alto. Pero no queda ahí la cosa. Pocos poetas se han preocupado tanto por defender en sus versos la idea de civilización frente a la barbarie. Recuerdo una ruta que hice hace dos veranos en Asturias conocida como la ruta de las xanas. Yo, poco de deporte y de campo todavía menos, me encontraba fatigado y maldecía a mis amigos asturianos por haberme llevado a semejante infierno. En aquellos momentos no podía parar de pensar en ese poema de Álvarez en que veía en la ciudad un símbolo del afán apolíneo del ser humano por domeñar las fuerzas dionisiacas de la naturaleza– : “Amo las ciudades en la noche. / Brillantes más que el firmamento. [...] / Amo mis ojos que pueden contemplar / este espectáculo. / Radiante de belleza que penetra la obscuridad / con nuestro poder. Porque esto / es lo que hemos levantado / sobre lo que era solo Naturaleza”.
Pero la civilización es también las buenas formas, los modales. Estoy convencido de que Álvarez suscribiría punto por punto aquellas palabras de Antonio Escohotado: “Un país no es rico porque tenga diamantes o petróleo, es rico porque tiene educación". Eso es civilización para Álvarez, no las tecnologías, que si no sabemos utilizarlas, nos condenan a una Edad Media tecnológica (como diría también Luis Antonio de Villena). La civilización es, en este sentido, también aquella historia que contaba Álvarez en un poema sobre el gueto de Theresienstadt, de donde los judíos apresados durante la Segunda Guerra Mundial salían para los campos de exterminio. Decía Álvarez al respecto: “En aquella trágica superchería / hubo gente que siguió trabajando / con dignidad y orgullo. / Sabían cuál era su destino, / pero sabían que el horror más profundo / hubiera sido humillar su idea del mundo y de la vida / abandonándose a la infamia”. Pensaba en este poema, y en la obra toda de Álvarez, cuando veía las últimas escenas de Titanic tras el partido que nos dio la Eurocopa el lunes contra Inglaterra: ese momento en que todos, sabiendo que iban a morir, seguían viviendo dignamente. El hombre que ponía en hora el reloj, la madre que leía a sus niños un cuento… También aquel hombre, cuando –después de asesinar a otro de un disparo, intentando evitar que subiese a una de las barcas– decidió quitarse la vida. Había traicionado su dignidad, su modo de vivir antes de que la barbarie lo colmase todo. Mejor morir entonces.
Esto es lo que enseña la poesía de Álvarez: una poesía que nos enseña a mirar, que nos enseña a vivir más vivos, una obra que, como él mismo dijo de sus más admirados poetas (Shakespeare, Kavafis, Dante…), “se eleva sobre el mundo, / en el filo del sinsentido de la Historia, / como el canto de los pájaros, / embelleciendo el aire [...]”. Y consolándonos.