Con el tiempo me he ido desencantando del cine. En estos momentos no me parece superior al arte de la cestería o la cerámica. De hecho, creo que es la más impura de todas las artes. Gigantes como Hitchcock o Spielberg (ellos tienen la culpa de mi desafección) estropean sus películas por la moralidad que imponen a las mismas. No me refiero con ello a su ideología, pues allá cada cual con la que tenga, sino al tratamiento narrativo, pues hacen decir a esos personajes que con todo su inmenso talento han creado no lo que estos tienen que decir, sino lo que sus directores consideran por estas o aquellas razones (la peor de todas, considerar que el público espectador no va a entender lo que se cuenta). Estos engalabernos en que incurren son a mi juicio absolutamente inaceptables. ¡El pobre Cary Grant, en Con la muerte en los talones, teniendo que explicar a Eve Marie Saint que ella le ha disparado con balas de fogueo! ¡Como si su personaje no lo supiera! En consecuencia, tales defectos malbaratan notables películas y me hacen cagarme en la madre que los parió. Es cierto que hay directores más puros (Luis Buñuel y hasta John Ford), pero como no es conveniente fiarse de lo que ya te ha engañado alguna vez, he ido renunciando sin prisa pero sin pausa al séptimo arte.
Ahora bien, como soy incapaz de sostener mis afectos contra viento y marea, pues de vez en cuando veo alguna o remiro alguna anteriormente vista. Me excuso a mí mismo haciendo que sean mudas o, en su defecto, en blanco y negro. En fin, todo esto para decir que he pecado y que me he regodeado en la libido peccandi.
La culpa la tiene La Kermesse héroïque, película belga de 1935, dirigida por Jacques Feyder. ¿De qué va? Estamos en 1616. En Flandes. Los temidos tercios españoles se aproximan a una pequeña ciudad. Los hombres de la villa temen los destrozos y tropelías, los abusos y las violaciones. Burgueses y acobardados tienen no obstante talentosas mujeres. Estas deciden descabezar el poder de los varones y agasajar a los invasores para salvar la ciudad: lo hacen mediante el juego, la amabilidad, la coquetería y la delicadeza, mientras sus pusilánimes maridos, cagados de miedo. Esta estrategia como de psicología inversa consigue finalmente evitar el pillaje, el robo y la destrucción. Los españoles, al sentirse queridos, declinan proyectar su odio. Creo que las hembras de los bonobos, los chimpancés pigmeos, practican técnicas parecidas para resolver conflictos. Cuando un macho imbécil se pone violento, le ofrecen su grupa y asunto arreglado. Ahora bien, el homo sapiens, que ciertamente es un animal estúpido y a la par complicado, precisa de mayor gracia y refinamiento. Eso es lo que consiguieron aquellas fogosas flamencas ante morenotes de color verde.
Pero también es verdad, ay, que a veces se opta por soluciones numantinas y de sacrificio cuando se imagina la indignidad de la situación resultante, pues se estima que no nos dejaría ser dignos de la felicidad conseguida. Pero no sé, como decía alguno, si es al juego y al placer a quien hay que preguntar para qué sirve en vez de preguntárselo al trabajo y al dolor. De hecho, para el gran Kant no podía haber stricto sensu héroes, porque la sujeción al deber era para él absoluta, y no cabía entonces su exceso (por el otro lado, tampoco los habría si todos lo fuéramos, porque entonces no sería algo excepcional). Pues bien, si no puede haberlos realmente, pues que no los haya actualmente.
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