No sé si volvemos a tiempos oscuros, de cavernas, cielos negros y caos, pero que lo hacemos a tiempos antiguos, eso seguro. Bipartidismo, ven a mis brazos, cuánto te echábamos de menos, pero no pienses, no hables, no digas nada, desnúdate y siéntate a mi lado, no lo hagamos aún, miénteme, susúrrame al oído que todo saldrá bien, que solo pensarás en mí, que has cambiado.
Los viejos dioses andan celebrando desde sus respectivas sedes el primer paso de la vuelta a su normalidad, brindando con néctar, despilfarrando ambrosía, disparando rayos, raptando hembras mortales. Ya sabes, lo típico. Por unos años no estuvieron así, ni mucho menos. Casi una década de soportar desplantes, desprecios mientras compartían a la fuerza escaños, mesa, mantel, todo menos putas y sobres y chanchullos. Unos diez años, que se dice pronto, nada para unos seres infinitos que estaban y estarán cuando nosotros desaparezcamos, pero qué largo se les hizo, Hera mía.
Ellos son gente divina y campechana, traviesa, de gastarnos bromas y graciosas putadas de las que un día nos hartamos, dijimos basta y nos vieron acampando en plazas y se descojonaban entre ellos ante nuestra inocencia, nuestras rastras y nuestro hastío palanca de cambio. No se esperaban la jugada, malditas moiras, para qué tanto oráculo, podían haber avisado. Surgieron voces, se erigieron hombres y mujeres con ideas, fuerza y ganas de portar lanzas, reventar la partida, arrasar el Olimpo del tablero político español. Eran simples personas de carne, hueso y defectos frente a dioses profesionales, eran hombres y mujeres declarados líderes y respaldados por más hombres y mujeres libres. De sangre roja, sin casta, sin apellidos de abolengo. Por primera vez a los dioses, el miedo les nubló los ojos, su arrepentimiento por tensar la cuerda, su temor de fin, muerte y reforma.
Brotaron por todas partes como mala hierba. Tipos y tipas que pretendieron enfrentarse y a ratos vencieron. Ídolos salidos del barro, con conciencia de clase, escupiendo afrentas y llamando a esos que se decían dioses por su nombre: arrogantes, codiciosos, despiadados, mezquinos.
Y triunfaron, se multiplicaron, creyeron en la posibilidad y los otros acabaron cada vez más arrinconados en su trozo de gloria del Congreso.
Pero los dioses de la política conocían los resortes de la escoria, cómo somos, que solo tenían que esperar, que somos humanos, somos espuma, tapón de champán y que con la misma energía que nos levantamos y hacemos crujir el tártaro, nos desvanecemos en el aire como si nunca hubiésemos existido.
Cayeron poco a poco. Se cuenta que un tal Kichi de Róterdam fue uno de esos modernos prometeos, con permiso de Mary Shelley, que los mantuvo un tiempo a raya y derramó sangre de Medusa santanderina a orillas de La Caleta, prometiendo, defendiendo y pintando ilusiones, esperanzas, dignidades que luego tal vez no supo, no quiso o no pudo materializar. Algunos dicen que pereció ahogado en su propio idealismo, atado de pies y manos por las cuerdas del capitalismo y las reglas de ese juego sucio y político que inventaron otros viejos dioses. O quizá lo hizo emponzoñado al tragar su propia desidia. O atragantado con la vergüenza de verse de pronto casi comportándose como uno de ellos. Nunca sabremos la verdad. Ni su fin ni si, como cuentan, los dioses festejaron sobre su tumba. Es lo que ocurre con los mitos. Aunque también es cierto que hay veces en que los viejos mitos nunca mueren. Solo se transforman. O tal vez me estoy confundiendo.
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