El pasado viernes se estrenó en Disney+ el excelente documental Howard, una biografía audiovisual del letrista, guionista y director Howard Ashman. A muchos de quienes me conocen les he dado la brasa hablándoles de Ashman, a quien considero un auténtico genio y que, por desgracia, no goza de la notoriedad que merece. Aunque escribió y dirigió otras obras de teatro y películas —el caso más conocido es la genial La pequeña tienda de los horrores—, su legado más evidente es su aportación creativa en Disney. Fue letrista, productor y pieza clave en el guion de La sirenita, La bella y la bestia y Aladdin, es decir, las películas que revivieron Disney tras años de capa caída. Su importancia fue tal que Roy E. Disney, sobrino de Walt y heredero del imperio, dijo que Ashman era “otro Walt”. Y uno solo puede especular con lo que habría conseguido en un plano creativo si no fuera porque esa maldita enfermedad llamada SIDA se lo llevó cuando estaba en pleno apogeo.
Howard Ashman nunca supo del arrollador éxito de La bella y la bestia, con sus seis nominaciones a los Óscar, consiguiendo ser el primer filme de animación nominado a mejor película —y el único de la historia cuando solo había espacio para cinco películas nominadas—, y ganando dos estatuillas, amén de tres Globos de Oro y cinco Grammys. Falleció seis meses antes de su estreno en 1991, y ese es el motivo por el que la película está dedicada a su memoria: “A nuestro amigo, Howard, que dio a una sirena su voz y a una bestia su alma, siempre le estaremos agradecidos”. Como decía, la aportación creativa de Ashman a esta y las demás películas iba mucho más allá de las inteligentísimas letras de las canciones que compuso para ellas; fue también el motor creativo clave de las mismas.
En general, las películas de Disney han sido muy valoradas por el público —infantil, sobre todo—, y no tomadas demasiado en serio por la crítica. Pero, más allá de esto, han sido objeto reciente de objeciones por aspectos sociales o de representación. En general, la película fue alabada en este plano en la medida en que el personaje de Bella es una apasionada de la lectura, no teme ser percibida como diferente, desea una vida más rica que la que le ofrece el pequeño pueblo en el que vive, rechaza los encantos del machote Gastón, valora el interior de las personas, etc. En su momento, fue todo un avance para eso que llaman las “princesas Disney”. Aunque en ocasiones se ha querido ver en la Bestia a una especie de maltratador, en la medida en que es un ser que encierra y trata mal al comienzo a Bella y su padre, es una idea que no comparto. Evidentemente, se parte de un cuento de hadas y todo se lleva al extremo, pero la película se centra en un personaje femenino fuerte y nos habla de la posibilidad de redención y de valores nada superficiales. Y, más allá de estas cuestiones, se trata de una deliciosa operetta que trasladó el esplendor del teatro musical de Broadway a la pantalla de un modo que hacía décadas que no se conseguía.
Pero hay algo más. Howard Ashman descubrió que era seropositivo en 1988, durante la producción de La sirenita. Esto no le detuvo y mantuvo en secreto su enfermedad durante dos largos años, entre otras cosas por el miedo a ser despedido —imagínense lo que dirían los moralistas conservadores de 1988 sobre que un homosexual enfermo de sida creara las películas y las canciones para sus hijos—. El resultado fue un desgaste extremo y episodios de muy mal humor, pero también la consecución de hitos sin igual en la historia del cine de animación. Cuando no pudo seguir manteniendo su enfermedad en secreto, Disney no solo no lo despidió, sino que adaptó todo el proceso de producción a sus necesidades, trasladando al equipo de animadores a su casa a las afueras de Nueva York y recortando la duración de las jornadas.
El caso es que hay un consenso entre quienes participaron en la producción de La bella y la bestia de que Ashman estaba, de algún modo, contando su historia. Una persona con una maldición por la cual se veía obligado a vivir en soledad, que vivía enfadada y agresiva con el mundo por ello, y a quien la sociedad estigmatizaba por el mero hecho de ser diferente. Quizá donde más se aprecia este detalle sea en The Mob Song, interpretada por el pueblo de camino a matar a la Bestia. Permítanme que traduzca directamente del inglés —puesto que la versión española, Asalto al castillo, al necesitar no solo traducir sino mantener también el ritmo y la rima, es extremadamente libre y pierde los matices, como sucede en casi todas las canciones Disney—. Así, el pueblo canta: “No nos gusta lo que no entendemos; en realidad nos da miedo”. Bastante más profundo de lo que podría parecer a priori, ¿no?
Fueron tiempos muy duros para los homosexuales, no solo por el SIDA, sino también por el miedo, por la intolerancia, por las hordas de mentes biempensantes que achacaban lo entonces conocido como “el cáncer gay” a un castigo divino. Ashman quiso usar la maldición de la Bestia como una metáfora de su situación y de su lucha contra la enfermedad, incluyendo además la posibilidad de un milagro que haría desaparecer la maldición. No lo hubo en la realidad, y Ashman no llegó a ver cómo su película se convertía en el mayor éxito de la historia del cine de animación hasta el momento.
Como les decía, mi admiración hacia Howard Ashman es extrema. La genialidad de canciones como Somewhere That’s Green” (La pequeña tienda de los horrores), Under the Sea (Bajo el Mar, La sirenita), Belle (Bella, La bella y la bestia) o Friend Like Me (No hay un genio tan genial, Aladdin), todas ellas con la fantástica música de Alan Menken, me parece apabullante, hasta el punto de que me recuerda al sentido del humor ingenioso y fino de Cole Porter. Pero conocer su historia, su talento, su extremo perfeccionismo hasta lograr que todo impecable, y su valentía contra la enfermedad es algo profundamente inspirador.
Como afirma el crítico Peter Travers, el documental Howard no disneyfica la realidad; se trata de un trabajo lleno de amor pero que no intenta dar la píldora con un poco de azúcar. Aun así, resulta conmovedor ver la lucha de Ashman con su enfermedad y preguntarse hasta dónde podría haber llegado con más años por delante. Su pareja afirma que solo pudimos ver la punta del iceberg, y no puedo estar más de acuerdo. Cuenta Alan Menken que, cuando tuvieron que realizar una promoción en Disneyland, Ashman, ya enfermo, tuvo oportunidad de ver a los personajes de La sirenita en la cabalgata, algo que le reconfortó. Sintió que, cuando se fuera, algo suyo iba a quedar para siempre. Y así es. Murió con 40 años, pero su legado es eterno.
Comentarios