Hace apenas unos meses vi una serie, Years and Years, que me impactó sobremanera. La serie británica, coproducida por BBC y HBO —emitida en España por esta última—, narra la vida de una familia entre 2019 y 2034. El resultado es algo parecido a una distopía a lo Black Mirror, pero mucho más cotidiana y cercana a nuestras vidas actuales y, con ello, también más creíble y terrorífica. En su retrato de más de 15 años de inestabilidad a todos los niveles, uno puede hoy ponerse fácilmente en el lugar de esos personajes que daban por hecho el mundo en que vivían, pero respecto a los que la realidad tenía otros planes.
Nuestro mundo ha cambiado de repente. Y por más que juguemos a intuir cómo será la vida dentro de unos meses o años, no tenemos ni la más repajolera idea. Yo quiero creer que algunas cosas podrían cambiar a mejor —porque a algo hay que agarrarse emocionalmente—, pero lo cierto es que no tiene por qué. Nosotros, como los personajes de Years and Years, dábamos por hecho el mundo en el que vivíamos. No pensábamos que fuera algo que hubiera que defender.
Si un autobús se retrasaba, nos indignábamos como si fuera una catástrofe mundial. Incluso usábamos un adjetivo, tercermundista, para criticar completas naderías. Hemos desdeñado servicios públicos, como la sanidad, sin valorar que la idea de una sanidad pública es relativamente reciente y algún día podríamos no tenerla. Hemos criticado frívolamente nuestra democracia, como si no fuera, con sus infinitos defectos, el periodo más plácido de la historia de este país. Hemos asumido que el mundo que conocemos va a seguir existiendo, como si la historia funcionara por inercia. Pero, ay, es mucho más fácil ir hacia atrás que hacia delante.
Todo cambia constantemente, pero el pasado siempre vuelve de un modo u otro. Una pandemia global es algo que ha existido numerosas veces en la historia, pero pensábamos que ya era algo del pasado y que, por tanto, no iba a repetirse —supongo que es lo mismo que pensaban los antivacunas, hasta que la realidad les ha mostrado un ejemplo práctico de cómo sería un mundo sin vacunas—. En nuestra autocomplacencia, pensábamos que la sociedad y el ser humano habían evolucionado tanto que nada de lo malo del pasado volvería a repetirse aquí: nacionalismos, extremismos ideológicos, pandemias, guerras, dictaduras... Incluso autores como Fukuyama diagnosticaban “el fin de la historia”, nada menos. Imagino que los ciudadanos de la antigua Roma pensaban lo mismo durante los más de mil años que pervivió su civilización... hasta que cayó. Así que, en fin, hay que tener presente lo que escribía el poeta Ángel González: “Nada es lo mismo, nada permanece. Menos la Historia y la morcilla de mi tierra: se hacen las dos con sangre, se repiten”.
Hace poco, pero antes de que el maldito virus apareciera en nuestras vidas, debatía con un amigo acerca de estas cuestiones. Y él, como la mayoría de la gente que conozco, sostenía que es imposible que vuelva a darse una guerra por estas tierras. Que ya hemos aprendido. Que esas cosas no podrían volver a pasar en una civilización como la nuestra. Como si la gente no hubiera pensado lo mismo después de la Primera Guerra Mundial: ¡el mundo habría escarmentado! Como si no hiciera cuatro días, como quien dice, que varios bandos de personas se hubieran sacado los ojos salvajemente en la antigua Yugoslavia —un país avanzado en pleno corazón de Europa— por motivos nacionalistas o étnico-religiosos. Si no aprendemos de ella, la historia tiende a repetirse aunque lo creamos imposible.
El caso es que, una vez visto que, efectivamente, nuestra realidad no dista tanto de la de Years and Years, y que de un día para otro la vida que conocemos puede cambiar radicalmente, temo por todo aquello que también puede cambiar antes o después. Igual que hoy es una pandemia, mañana puede ser cualquier otro horror vivido en el pasado. Pertenezco a una generación que no ha conocido guerras en su territorio, que ha nacido y vivido toda su existencia en democracia, que ha podido pensar y opinar sobre casi todo con bastante libertad —pese a aberraciones como la Ley mordaza—, que ha tenido acceso a una sanidad pública, que —hasta ahora— no había padecido ninguna gran catástrofe sanitaria, y así muchas cosas más. Naturalmente, no todo es color de rosa, y podría ver también los enormes problemas que nos rodean y querría cambiar en este mundo en el que vivimos —no en vano, vamos a por nuestra segunda crisis económica en unos pocos años, con todas las consecuencias sociales que implican para el ciudadano—. Pero en este artículo quería destacar que, con todo, un tiempo como el que vivimos en España y Europa es algo extraordinario, una absoluta anomalía en la historia, y más en este país complejo y cainita. De él escribió el poeta Jaime Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia / la más triste sin duda es la de España”.
Nuestra lucha cotidiana por una vida mejor debe implicar superar problemas nunca resueltos y retos nuevos que constantemente aparecen. Pero, antes que eso, debe partir de ser conscientes de la fragilidad de nuestro mundo actual. No para que el miedo y la desazón se apodere de nosotros, sino para que tengamos presente que, si no valoramos y defendemos lo que tenemos, lo podemos perder. Y da igual si hablamos de la sanidad pública, la concordia entre personas que piensan diferente, los ecosistemas naturales —y todo lo que estos nos brindan—, o conceptos tan inmateriales como la libertad o la paz. Todo ello lo podemos perder si no lo defendemos con uñas y dientes. Afortunadamente, estamos a tiempo.
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