Ojo porque en apenas dos meses les van a bombardear. Ya saben lo que le gusta a un político una efemérides y un número redondo. Y este año toca. Pero no se engañen, nada será lo que parece, ni por supuesto tan importante. En el artículo 68.1 de la reforma del Estatuto de Autonomía se establece que “corresponde a la Comunidad Autónoma la competencia exclusiva en materia de conocimiento, conservación, investigación, formación, promoción y difusión del flamenco como elemento singular del patrimonio cultural andaluz”. Todo eso está muy bien, pero el flamenco sigue sin llegar a las escuelas como debería, salvo por el esfuerzo de un puñado de profesores entusiastas. O el flamenco sigue sin los recursos y la salvaguarda que merecería, tal y como exigía la Unesco cuando hizo una declaración que no es eterna. O como cantan los flamencos por martinetes de la tristeza: Yo no soy aquel que era, ni quien debía de ser, soy un mueble de tristeza arrumbaíto en la pared.
El próximo 16 de noviembre se cumplirá una década desde la designación del flamenco como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Hubo que intentarlo dos veces para convencer a la Unesco. No bastaba, al parecer, con el capricho del político de turno. “Pese a su fragilidad —dice la Unesco—, el patrimonio cultural inmaterial es un importante factor del mantenimiento de la diversidad cultural frente a la creciente globalización”. En el caso del flamenco, más de 30.000 personas en 60 países y más de dos millones de andaluces a través de mociones en los ayuntamientos empujaron para lograr el objetivo. Sabemos que son muchísimos más. Una vez conseguido, ¿qué…?
Diez años después, solo hay que preguntar a cualquier flamenco por los resultados de haber hecho oficial lo que ya se sabía: que el flamenco es un arte universal. Entrar en el club del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad era para el cante, el baile y la música flamencos, en palabra del desaparecido poeta y flamencólogo Félix Grande, "una reparación” porque, aunque "lleva mucho tiempo siendo un lenguaje universal, ha sido desdeñado por la mayor parte de los mandarinatos españoles al haber nacido en el lumpen”.
A diez años de aquella consecución, poco o nada ha cambiado. O mejor dicho, todo ha ido un poco peor para los flamencos, que son al fin y al cabo los que indiscutiblemente mejor preservan esta música, estas danzas y estos ritos inigualables. La crisis del covid ha sido la puntilla: ha cerrado tablaos, ha cancelado giras, ha destrozado previsiones, ha quemado cursos y ha puesto el futuro aún más negro, dejando a este Patrimonio Inmaterial de la Humanidad en los huesos y tiritando.
El presidente de la Junta de Andalucía, Juan Manuel Moreno Bonilla, situó hace unos meses a la cultura como clave en la reconstrucción tras la pandemia. El Plan de Impacto para la Cultura del Ejecutivo andaluz frente a los efectos derivados de la Covid-19, que se presentó en mayo pasado, dedicaba a flamenco 455.000 de los casi 23 millones de euros previstos, apenas un 2% del presupuesto para rescatar a la cultura como “bien esencial” en Andalucía. El Gobierno de PP y Cs ha gastado este verano solo en propaganda turística 22,5 millones, apenas medio millón de euros menos que en el referido plan para incentivar la cultura en Andalucía. Solo en un spot para atraer turismo pagado a la productora de Banderas que protagoniza Banderas (gratis, claro) la Junta se ha gastado 400.000 euros, casi lo mismo que ha dedicado a salvar al flamenco de la peor crisis que recuerda (que ya es decir).
Pero la importancia que los políticos dan a una materia se cuantifica muchas veces en otras escalas más, digamos, simbólicas. Si el anterior Gobierno andaluz del PSOE cometió la torpeza de colocar al frente del Centro Andaluz de Documentación del Flamenco (CADF) a un director fantasma, que cobraba pero que nunca jamás piso el Palacio Pemartín en Jerez, sede del mayor centro documental de flamenco del mundo, en este mandato autonómico sigue sin haber director del CADF y ya no queda ni responsable del Instituto Andaluz del Flamenco. Un organismo dependiente de la Consejería de Cultura que prácticamente ha sido neutralizado de un plumazo. En este primer año y medio largo de gobierno, el PP nombró, después de un reñido concurso público (por primera vez), a Ricardo Pachón como director, pero hace unos meses que el prestigioso productor musical y manager, entre otras cosas, salió por patas.
Estrella Morente y Moreno Bonilla, en junio pasado en La Alhambra. FOTO: JUNTA
A sus 83 años, no parecía dispuesto a soportar los niveles de depravación de una administración donde se gobierna de espaldas a la gente, incluidos por supuesto los flamencos. “Parecía el conserje más que el director. Propuse varias cosas, pero a todo me decían que no. Y yo me preguntaba ¿aquí qué tengo que hacer? ¿estar calladito y no hacer nada? Fue muy frustrante. Tenía un buen sueldo, despacho... pero en mi hambre mando yo”, reconoció Pachón en una entrevista reciente en El Mundo. Y ahí quedó la cosa. Ni las gracias.
"Creo que no es el momento de sacar convocatorias públicas para nuevos cargos, nuevos directores o nuevos altos cargos con la que está cayendo", aseguraba en una entrevista en Europa Press, el pasado domingo, la consejera Patricia Del Pozo, que apostaba por "sacar lo mejor" de los equipos de la Consejería y cuando "todo mejore" sacar esas plazas. Se refería a la del responsable de la Dirección de Artes Visuales, que la Agencia Andaluza de Instituciones Culturales (Aaiicc) declaró desierto a finales de julio, y a la del director del Instituto Andaluz del Flamenco porque "no es el momento de crear más puestos de dirección" ante la situación por la pandemia. El razonamiento no puede ser más demagógico, ya que el puesto está creado y presupuestado (además, el Gobierno andaluz aún no ha dicho su última palabra sobre lo de gastar en nuevas consejerías), y no cubrirlo solo demuestra, en lo simbólico, la importancia tan relativa que sigue teniendo el flamenco en la comunidad que tiene autoatribuidas las competencias “exclusivas” de este Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Una consideración obvia para seguir maltratándolo diez años después.
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