De repente, un héroe, un hombre de estado, un incansable estratega, todo un señor de una talla moral e intelectual inapelable... claro que muchas de esas hiperbólicas afirmaciones pueden ser ciertas. Lo son ahora, en la hora de su muerte, pero también supongo que debieron de serlas mientras estaba en vida.
El problema es que este país, el de la unamuniana íntima gangrena en el alma, lleva muy bien dar paso a mejor vida a sus grandes nombres pero muy mal, o rematadamente mal, darles justo reconocimiento cuando todavía se está a tiempo. Las redes sociales, el auténtico muro de lamentaciones y páginas de esquelas de la época, ayudan a la gloria eterna, al responso sincero, o hipócrita, del que nos deja, mientras fusilan al amanecer, o según caiga el sol, a la misma persona cuando andaba viva y coleando.
El fallecimiento de Alfredo Pérez Rubalcaba, desolador como toda muerte que llega cuando no se espera y doloroso como todas las muertes vengan cuando vengan, es la pérdida irreparable de un destacado conciudadano, de un servidor de lo público que, como todos, se rodeó de luces y sombras, pero que era tan brillante e insigne anteayer como todos coinciden en que es ahora. No es nada excepcional, aun así.
Sucede con otros muchos, de los que sólo se acuerdan cuando se pierden. Como si el cinismo del día a día se diera una tregua para entonar eso de “Al enemigo, puente de plata”. Y no hay un puente más largo que cuando la vida que creemos eterna se acaba. Descanse en paz.
Comentarios